
Ricardo Preve se escapó de su casa en la ciudad de Buenos Aires para emular una vieja tradición familiar, heredada de sus antepasados genoveses: cruzar el Atlántico en un barco a vela. Zarpó de la costa porteña con destino a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Tenía apenas diecinueve años. Era 1979 y lo secundaban otros cinco adolescentes tan intrépidos como él. Llegaron dos meses después. No tenían comida, habían perdido el timón, el motor, las velas, las olas los volcaron dos veces. Sobrevivieron a los vendavales autóctonos del área que los marineros bautizaron “los cuarenta bramadores”. Así referencian al paralelo que está cuarenta grados al sur del plano ecuatorial terrestre. La razón se adivina fácil: el viento agita las aguas y las violenta. Es uno de los flujos de navegación más traicioneros del mundo. “A través de esa supervivencia fortuita se selló mi compromiso con el mar, algo que aún hoy conservo”, dice hoy Preve con 68 años.
Ese convenio lo condujo, primero, a la fascinación con los tiburones y después, de modo casual, a la divulgación de la historia del Macallé, un submarino hundido, y de Carlo Acéfalo, un italiano muerto. Pero primero los tiburones: recorrió los mares del mundo para filmar, fotografiar, documentar y estudiar sus vidas, sus modos, su hábitat. Ancló su observación en el archipiélago de las islas Suakin, en la costa oriental de África, en el Mar Rojo, al este de Sudán. Las condiciones geográficas de esa zona contribuyeron a la investigación: es un laberinto de islotes y rocas puntiagudas que impiden el ingreso de flotas pesqueras y actúan como refugio de la fauna marítima.
En junio de 2014, mientras sumergido les sacaba fotos a tiburones ballenas, un guía de buceo le narró un cuento indiscreto: una vez un submarino italiano de la Segunda Guerra Mundial había encallado en ese islote que tenían enfrente, ese submarino se había hundido y todos los tripulantes se habían salvado, todos los tripulantes menos uno que había sido enterrado en la isla, isla que se llama Barra Musa Kebir. Ricardo Preve se iluminó. Intuyó, en ese preciso instante, que tenía una historia entre manos.

Era el final de su expedición. Debía irse pero no quería: había quedado atrapado en la fascinación de un hecho histórico. La imagen que tiene grabada es él, alejándose de Barra Musa Kebir, navegando en el barco de buceo, escrutando esa porción de arena en el medio de la nada, prometiendo volver para resolver el misterio del submarino de guerra hundido hace más de siete décadas y los restos enterrados de un marinero italiano. Llegó a su casa en Estados Unidos pensando cómo volver. Había aprendido en sus años como documentalista que el 90% de un buen proyecto audiovisual depende de una sola cosa: tener acceso a una información que nadie tiene.
Investigó. Italia había ingresado a la Segunda Guerra Mundial cuando presagió el colapso en la resistencia de Francia ante el avance imperial del nazismo. El Pacto de Acero, tal como Benito Mussolini denominó la alianza de cooperación militar entre la Alemania nazi y la Italia fascista, se constituyó el 10 de junio de 1940, cuando Italia le declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña. La Regia Marina, la flota naval militar italiana, desplegó de inmediato sus casi cien submarinos en servicio para cazar barcos británicos.
Ocho submarinos quedaron apostados en la costa de África Oriental Italiana, una colonia de posesión italiana que duró apenas de 1936 a 1941, conformada por los territorios del Imperio etíope, Eritrea y Somalia, ubicada en la cara este del continente, un ángulo estratégico en el ingreso al Mar Rojo. Seis eran submarinos oceánicos y dos costeros, clase Adua tipo 600, más pequeños, como el Macallé. Su base del submarino era Massawa, un enclave en la costa de Eritrea de colonización constante: antes de Italia, ya había sido portuguesa, egipcia, otomana y británica.

El Macallé, que debe la inspiración de su nombre a la ciudad etíope Mekele, fue construido en la década del treinta en un astillero de La Spezia y botado el 29 de octubre de 1936. Antes de llegar a Massawa para formar parte de la 82ª Escuadra (VIII Grupo de Submarinos) de la Flotilla del Mar Rojo, realizó misiones especiales en la Guerra Civil Española y fue reacondicionado para tolerar la hostilidad de las regiones tropicales. Reforzaron los sistemas de refrigeración, que utilizaban cloruro de metilo, un gas con algunas contraindicaciones: cualquier filtración podría causar alucinaciones, inconsciencia, somnolencia y una disminución de las facultades de los marinos.
Ese junio de 1940, el Macallé penetró las profundidades del Mar Rojo para cazar los navíos británicos. Por el casco y a través de los conductos del aire acondicionado, comenzó a desperdigarse un gas mortal invisible. La tripulación empezó a envenenarse lentamente. La intoxicación masiva provocó que el submarino navegara a la deriva. El 15 de junio de 1940 a las 2:35 de la mañana, el Macallé colisionó contra el arrecife de Barra Musa Kebir, una pequeña isla anclada a cien kilómetros del puerto de Sudán. “El comandante vio inmediatamente el obstáculo y dio orden por el altavoz de girar todo a la izquierda para evitarlo. Me ordenó ir a la cámara de maniobra para ejecutarlo personalmente”, expresó el sargento artillero Giorgio Fara, de acuerdo al informe de Comisión especial de investigación sobre la pérdida del Macallè, investigado por Preve y nutrido de testimonios de marinos.
El submarino no se hundió: quedó atrapado entre los corales. Se inclinó lo suficiente para dejar su proa en la superficie y permitir el egreso de la tripulación. “El comandante decidió evacuar el barco dando prioridad a los enfermos, a los cuales hubo que ayudar. El comandante decide bajar la tripulación a tierra, usando el dingui para los enfermos y los que no saben nadar, enviando los otros a nado o caminando”, sostuvo el capitán de fragata, Paolo Aloisi. La situación era apremiante. “Algunos de los enfermos han perdido el control de sus acciones -registró el sargento Fara-. Caminan desnudos por el barco sin responder a los llamados. El suboficial Acefalo está particularmente afectado y dice frases sin sentido”.

Los 45 tripulantes se asentaron sobre el islote. Hubo tiempo para recuperar viáticos y destruir todos los códigos y documentos secretos, antes de un naufragio inevitable. “De noche algunos tenían alucinaciones y veían luces que no existían. Ocasionalmente hacíamos fogatas que duraban media hora”, documentó el teniente de navío Alfredo Morone. Carlo Acefalo estaba delicado. El guardiamarina Elio Sandroni, los marinos Reginaldo Torchia y Paolo Costagliola partieron ese mismo día en una balsa modificada, con remos de tres metros, con una vela hecha de una sábana, con provisiones como botellas de agua y galletas, de regreso a la colonia italiana para pedir ayuda.
El Macallé demoró un día en hundirse. El escenario era desesperante. La temperatura alcanzaba los cincuenta grados. Los víveres rescatados eran pocos. Cazaron peces y gaviotas para comer pero no las suficientes. “Cavamos pozos, cerca del mar y en el centro de la isla. Pero el agua era siempre salada y no la podíamos beber”, expresó el segundo comandante teniente Bruno Napp. La espera en la isla se hizo larga y lenta. Aunque solo para Acefalo era un sentimiento de agonía. “‘No se desanime, Dios tendrá piedad de nosotros y nos salvará -decía el comandante-. Cada uno siga con sus actividades y los que quieran quedarse cerca de Acéfalo, háganlo’. Cerca del mediodía, uno grita: ‘Ha muerto Acéfalo’”, informó el teniente de navío Alfredo Morone.
Fue a las tres de la tarde del 19 de junio. Ya no eran 45 tripulantes a rescatar, sino 44. El submarinista y jefe de torpederos, de 24 años, había muerto envenenado y de inanición. Producto del shock y la angustia, lo enterraron un día después. Cavaron un pozo de poca profundidad, recolectaron piedras y construyeron un altar discreto para honrar su memoria. Tres días después y luego de una semana de estar varados en un pequeño islote sobre el Mar Rojo, oyeron el motor de un avión acercándose. La alegría fue efímera: era una aeronave de la Real Fuerza Aérea Británica que envió una señal de que serían trasladados en un buque a Sudán como prisioneros de guerra. Pero antes llegó el submarino Guglielmotti, que finalmente salvó a los náufragos del Macallè. Solo el cuerpo de Acefalo quedó en Barra Musa Kebir.

Ricardo Preve buceó en los anales históricos de la Segunda Guerra Mundial. Halló en Roma el informe de Comisión especial de investigación sobre la pérdida del Macallè, un relato desprendido de uno de los diarios íntimos de los submarinistas. El Macallé resultó ser el primer submarino italiano hundido en el conflicto. Y a diferencia de otros naufragios, se habían conservado testimonios, mapas, dibujos técnicos. No pudo con su genio. Todo le parecía cinematográfico: una guerra, un submarino hundido, un islote perdido en la inmensidad, un rescate épico, un soldado muerto, una tumba precaria, y una historia que se la habían narrado en voz baja en forma de chisme.
En octubre de 2014, regresó a Barra Musa Kebir, que definió como “un islote deshabitado del tamaño de una cancha de futbol, solo un pedazo de arena y coral”. “Volvimos a la isla con el mismo barco italiano de buceo con que había estado anteriormente: el ‘Don Questo’, un ex barco pesquero del Mar del Norte en Europa, entonces basado en Port Sudán, y equipado con compresores de aire y oxígeno, y con otros equipos que le permitían ser una base de buceo. La expedición duró una semana y participaron conmigo unos seis buzos con experiencia en arqueología subacuática”, relata.

El propósito principal era hallar los restos del submarino. En los documentos que había consultado en el archivo de la armada italiana, el comandante había declarado que se habían encallado en la costa de la isla a cuatro metros de profundidad. Pero, a su vez, decía que Macallé yacía a cuatrocientos metros de profundidad. “Yo razonaba que el submarino se encontraba a poca profundidad, que no sería difícil encontrarlo y que las declaraciones del comandante apuntaban a tranquilizar a sus superiores acerca de la escasa posibilidad de que el enemigo encontrara su submarino”, dice el documentalista.
Dividieron la búsqueda en tres equipos de dos buzos. Cada par de buzos rastrillaba diez metros de profundidad. Realizaban un barrido sobre el arrecife por la mañana y otro por la tarde. Alternaban los equipos que buceaban en la franja más profunda para evitar riesgos de descompresión. Al mediodía, entre las inmersiones con tanques, hacían snorkel a poca profundidad. “Pronto me di cuenta de que el comandante tenía razón: la isla de Barra Musa Kebir es como un rascacielos, que surge de las profundidades de forma casi vertical. Bucear ahí era como hacerlo al lado de una de las torres de Puerto Madero: la isla era la terraza, que apenas se asomaba sobre la superficie del mar, y contra la cual se estrelló el Macallé, que navegaba en superficie en el momento del choque. Pero luego la pared de coral y roca se perdía en las oscuridades de los abismos”.

Encontraron restos metálicos a sesenta metros de profundidad. Eran parte de la superestructura del submarino. Advirtió, con cierto pesar, que el casco del submarino estaba más allá de sus posibilidades. Eligió pasar al segundo objetivo de la expedición: cambiar el curso de la investigación hacia la tumba del único marinero fallecido en el naufragio, Carlo Acefalo.
Acefalo honra su literalidad. Era el apellido que acostumbraban adjudicarles a los huérfanos, a los niños que quedaban al amparo de un orfanato o de un convento de monjas. Su padre era fruto de una relación extramatrimonial, un suceso que en aquel siglo XIX no era concebible para la cultura católica. Carlo no conoció a su padre, ni él a su hijo: murió en la Primera Guerra Mundial. Su madre fue Emma Destefanis Francella, una humilde campesina a la que le decían Chiquina y vivía en el pueblo Castiglione Falletto, en la región Piamonte del norte de Italia. Carlo se enlistó en la armada italiana para escapar de la pobreza y fue enviado a la base de Massawa, en Eritrea, para prestar servicio en los submarinos.
Murió en 1940, nueve días después del ingreso de Italia a la guerra. Entre los delirios de sus últimos días, imploraba por su mamá. Ella usaba un collar que enseña las miserias de las guerras: de un lado la cara de su marido muerto, del otro lado la cara de su hijo muerto. La mujer murió el 7 de marzo de 1978 a los 83 años. No imaginó que, cuatro décadas después, un inquieto documentalista argentino iría en busca de lo que ni la armada ni el estado italiano quiso: buscar los restos del primer submarinista italiano que murió en la Segunda Guerra Mundial.
En octubre de 2017, luego de tres años de solicitudes burocráticas para intervenir el suelo sudanés y repatriar los restos de un ciudadano italiano, Preve dirigió la tercera expedición a Barra Musa Kebir. Lo acompañó un equipo de antropología forense liderado por Matteo Borrini. La isla no es grande. Había piedras acumuladas en una zona. “Su disposición no es natural. Fueron puestas horizontalmente para formar este perímetro. Hay una leve depresión y es típico: cuando hacés una tumba, se arma una pequeña colina pero luego cuando el cuerpo se descompone y se vuelve esqueleto, se forma una depresión”, enseña el experto. Cerca de la sepultura, encontraron un auto-respirador Davis, un cilindro con válvulas circularles usado como instrumento de salvataje por las tripulaciones de los submarinos. Una señal inequívoca.

Pasaron tres días de excavación sobre un calor abrasador y una arena imposible al tacto. Las condiciones eran hostiles. Pero sobrabran vocación y obstinación. Descubrieron restos humanos: aparecieron fragmentados y afectados por las características de la fosa y del hábitat donde el cuerpo había reposado durante setenta y siete años. Encontraron una falange, una porción del cráneo y una costilla. Los primeros indicios revelaban la existencia del cadáver de un hombre menor a treinta años. No había dudas. El examen antropológico forense despejó, semanas después, las sospechas: era Carlo Acefalo.
Ricardo Preve convocó a la familia del submarinista para notificarles el hallazgo y agradecerles la oportunidad de contar la historia. Sus restos fueron entregados a las autoridades sudanesas en una ceremonia celebrada en Port Sudan el 9 de octubre y luego consignados al Embajador de Italia el 18 de abril de 2018: el ataúd estaba enfundado por la bandera triculor de la armada italiana. Seis meses después, el Ministerio de Defensa italiano anunció que el cuerpo regresó oficialmente a su patria en un vuelo militar y colocado en el mausoleo de las Fosas Ardeatinas de Roma, a la espera de ser entregado a sus seres queridos. Finalmente, fue enterrado junto a su madre en el cementerio municipal de Castiglione Falletto, el pueblito de Piamonte donde nació.

“A veces me preguntan por qué elegí contar la historia de un simple marinero, un desconocido, un pobre huérfano del norte de Italia, y no la de algún almirante o la de algún líder político famoso. Y yo siempre contesto que es porque Acefalo somos todos: somos todos los seres humanos que hemos muertos en las guerras, los que hemos sufrido una pérdida, los que hemos sido abandonados, olvidados e ignorados. Y creo que eso, en su nivel más básico, es la esencia del cine: contar historias no contadas, rescatar a personajes olvidados y mantener viva la memoria de aquellos que ya no están, como mi amada hija Erika Preve, quien falleció mientras yo estaba filmando Volviendo A Casa, y a quien le dediqué el documental”.
El largometraje fue estrenado en 2019, dura 88 minutos y cosechó decenas de premios y nominaciones.