
En la jerarquía de los sentidos humanos, el olfato ha ocupado durante siglos un lugar marginal. Desde los tiempos de Aristóteles, quien afirmó que nuestra capacidad olfativa era débil en comparación con la de otros animales, hasta las encuestas modernas que lo relegan al último puesto en importancia, este sentido ha sido subestimado tanto cultural como científicamente.
Sin embargo, investigaciones recientes citadas por New Scientist demuestran que el olfato no solo es esencial para nuestra percepción del mundo, sino que también desempeña un papel fundamental en nuestras emociones, recuerdos y bienestar general.

Aunque históricamente se lo consideró inferior, el olfato humano posee una sensibilidad extraordinaria. Un estudio reveló que las personas pueden detectar moléculas de olor en concentraciones ínfimas, incluso más eficientemente que muchas especies animales. El etil mercaptano, por ejemplo —un compuesto que se añade al gas natural para detectar fugas—, puede ser percibido por humanos en dosis tan bajas como 0,2 partes por mil millones.
Según una investigación publicada en Chemical Senses, los tioles como el etil mercaptano figuran entre los compuestos de mayor potencia olfativa, con umbrales de detección que llegan hasta 0,36 partes por mil millones, lo que refuerza la capacidad sensorial humana en condiciones específicas.
A diferencia de la vista o el oído, que procesan estímulos de forma secuencial o jerárquica, el olfato integra señales multisensoriales. Un aroma se construye en el cerebro mediante la convergencia de estímulos visuales, gustativos y mnémicos (relacionados con la memoria). El recuerdo de una enfermedad puede transformar un olor agradable en repulsivo, y la percepción de un color puede intensificar una nota aromática.

El olfato fue clave para la supervivencia en entornos naturales, ayudando a distinguir alimentos seguros de los peligrosos. A lo largo de la evolución, se entrelazó con redes cerebrales emocionales, volviéndose un puente entre percepción y afectividad.
El cerebro humano también anticipa olores esperados. Cuando un estímulo contradice la expectativa, se activan múltiples áreas cerebrales para reevaluar lo percibido. Esta capacidad de actualización sensorial confirma que el olfato es dinámico y adaptativo.
Los catadores de vino encarnan este refinamiento, ya que interpretan señales visuales como el color del líquido para anticipar notas aromáticas, en un proceso que combina aprendizaje, memoria y percepción simultánea.

El valor del olfato se revela cuando se pierde. La anosmia —la pérdida total del sentido— afecta no solo la experiencia sensorial, sino también vínculos emocionales, sexuales y sociales. Durante la pandemia por COVID‑19, millones de personas la experimentaron, y algunas de forma prolongada.
La anosmia, de acuerdo con diversos estudios, se asocia a depresión, pérdida de apetito y desconexión afectiva. Para aliviarla, el entrenamiento olfativo se consolidó como la intervención terapéutica más consistente. Según una revisión publicada en Frontiers in Human Neuroscience, que analizó más de 1.500 pacientes, la exposición repetida a aromas durante al menos tres meses mejora significativamente la función olfativa.
En este sentido, la búsqueda por la recuperación del olfato inició una nueva etapa. Según un estudio publicado en la Brazilian Journal of Otorhinolaryngology, se evaluó el efecto de combinar entrenamiento con vitamina A oral (10.000 UI/día). Si bien el grupo combinado mostró mejores tasas de recuperación, la diferencia con el entrenamiento solo no fue estadísticamente significativa.

En tanto, una investigación retrospectiva europea, publicada en European Archives of Oto-Rhino-Laryngology, encontró que la administración intranasal de vitamina A junto con entrenamiento produjo mejoras clínicamente significativas, con tasas de recuperación superiores al grupo que realizó solo el entrenamiento.
Actualmente, el estudio APOLLO —un ensayo controlado multicéntrico liderado por la Universidad de East Anglia— evalúa el efecto de la vitamina A intranasal sobre el volumen del bulbo olfativo, mediante resonancia magnética y tests sensoriales estandarizados.
Otras estrategias emergentes también han mostrado efectividad. Un estudio clínico publicado en Indian Journal of Otolaryngology reveló que el uso de corticoides tópicos, teofilina y antioxidantes acorta los tiempos de recuperación olfativa, especialmente en pacientes con comorbilidades como diabetes o asma.

Es más, la ciencia y los investigadores no se detienen y están desarrollando medicamentos que podrían regenerar las células olfativas, ofreciendo esperanza a quienes han perdido esta capacidad de manera permanente.
El olfato no actúa en aislamiento. Se vincula con emociones, hambre, alerta y recuerdos. Un aroma familiar puede transportar a la infancia; uno desconocido puede provocar curiosidad o inquietud. Esta conexión directa con la emoción hace que los olores asociados a momentos significativos posean un poder evocador único.
Según un estudio con imágenes PET-FDG, pacientes con anosmia pos-COVID presentan hipometabolismo en regiones como la amígdala, el hipocampo y la corteza cingulada, estructuras cerebrales relacionadas con la memoria emocional. Esto sugiere que la disfunción olfativa afecta mucho más que el sentido del olor.

A pesar de su relevancia, el olfato sigue siendo ignorado en la vida cotidiana. Sin embargo, se puede estimular: la exposición a cocinas diversas, prácticas como la cata de vinos o simplemente caminar por la naturaleza fortalecen este sentido y enriquecen la experiencia vital.
El olfato no es un lujo ni un sentido menor, es un componente esencial de la experiencia humana. y en un mundo saturado de imágenes y sonidos, redescubrir su valor es un acto de conexión profunda con el entorno y con uno mismo.
Valorar y proteger nuestra capacidad de oler es también cuidar nuestra dimensión emocional. Su ejercicio constante no solo permite vivir más plenamente, sino que también revela cuánto sentido tiene el mundo cuando lo respiramos.