POR Por Elizabeth Sánchez Vegas.- / La madrugada olía a café recién colado, como en las casas venezolanas cuando aún no amanece. Entre las sombras, dos figuras se encontraron: el médico con su maletín eterno y la monja de hábito blanco que convirtió la carencia en milagro. Se sentaron frente a frente, ecomo si hubieran quedado citados desde siempre.
—Hermana Carmen, ¿oyó el alboroto? —preguntó José Gregorio con una sonrisa leve de quien trae buenas noticias—. ¡Hasta en los barrios están ensayando misas con guitarras! Parece que este domingo Venezuela entera va a Roma.
—Doctor, ¿y acaso no es justo? —respondió ella con dulzura—. Tras tantos años en estampitas arrugadas y oraciones murmuradas en la penumbra, era hora de que el mundo reconociera lo que el pueblo siempre supo: que la santidad también habla con acento venezolano.
José Gregorio bajó la mirada, recordando su juventud.
—Yo quería ser sacerdote, pero me dejaron con las ganas. Al final terminé siendo médico. Y mire usted, ahora me canonizan igual. Qué cosas tiene Dios, que escribe recto con líneas torcidas.
—Y yo nací sin un brazo —dijo ella, posando la mano sobre la mesa como quien revela un secreto ya viejo—, y nunca me faltó nada. Es curioso: las ausencias se vuelven caminos para que la fe invente milagros.
El silencio se llenó de pájaros invisibles, como si los llanos hubieran mandado su música.
—Hermana, ¿se imagina lo que sentirán en Isnotú, en Caracas, en los llanos infinitos? —preguntó él con un brillo en los ojos.
—Lo sé, doctor: se llenarán de orgullo. Este es el tiempo en que nuestra Venezuela dará frutos de eternidad.
José Gregorio asintió despacio, como si estuviera examinando la historia clínica de una nación entera.
—A veces pienso que nuestra canonización es un signo. Como diciéndole al país: “Miren, ya tienen santos de su propia tierra… y miren cómo todo empieza a ordenarse”.
Carmen sonrió, sin premura:
—Exacto, doctor. Hoy Venezuela tiene presidente; tiene a María Corina Machado, reconocida con el Premio Nobel de la Paz; y tiene un pueblo que nunca dejó de creer. Todo está en su sitio.
—Y lo más hermoso —añadió él— es que esto no lo decidió la política ni el azar: lo decidió Dios.
—Así es. Venezuela no es un país derrotado, es un país luminoso. Aun en medio del dolor supo mantener la fe, y ahora esa fe florece como un árbol en primavera.
—Hermana, yo quiero que este domingo los venezolanos no lloren de tristeza, sino de alegría. Que sientan que el cielo se abre para ellos y comprendan que su país está llamado a levantarse, a mostrarse al mundo como ejemplo de esperanza.
—Yo también lo quiero, doctor. Y que sepan que no estamos lejos: seguimos a su lado, intercediendo, cuidando, recordándoles que son capaces de grandeza.
José Gregorio rió bajito, como quien suelta una verdad sencilla:
—Entonces hagamos trato, hermana: cuando nos nombren en Roma, usted intercede por los que están afuera, yo por los que siguen adentro, y entre los dos hacemos puente hasta que Venezuela entera se abrace.
Carmen levantó la mirada, con la serenidad de las que saben esperar:
—Trato hecho, doctor. Porque al final, más que santos, somos compatriotas. Y hoy podemos decirlo sin titubeos: Venezuela tiene líder, presidente y paz; y tiene santos. Lo demás se ordena con la gracia.
El café humeó una última vez sobre la mesa invisible. Y allí quedaron, en esa conversación que nadie oyó, con la certeza de que este domingo Venezuela no mira hacia Roma: es Roma la que mira hacia Venezuela, porque el cielo ya decidió sonreírle a su Tierra de Gracia.