América Latina: donde la violencia, el conflicto social y la inestabilidad se entrelazan

hace 10 horas 2
Protestas en EcuadorProtestas en Ecuador

Movilizaciones que terminaron con represión, atentados en centros comerciales, balaceras contra opositores con asilo político, ciudades militarizadas, el riesgo de un potencial conflicto armado y una destitución presidencial son algunas de las escenas que marcaron la semana en Sudamérica. Desde la injerencia externa y el riesgo de conflicto interestatal en Venezuela, pasando por el terrorismo criminal en Ecuador, hasta las manifestaciones contra el recientemente asumido presidente de Perú y los atentados políticos contra asilados en Colombia, la región parece estar en un punto de inflexión donde las crisis internas se solapan y escalan sin control.

El caso de Venezuela presenta una naturaleza de conflicto distinta y el más peligroso a nivel geopolítico con potencial de escalada entre Estados. El despliegue militar de Estados Unidos, a través de destructores y bombarderos en el Caribe, bajo el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, ha sido interpretado por Caracas como una clara señal de preparación para una intervención armada. Esta tensión se vio dramáticamente intensificada con la revelación, conocida en las últimas horas, de que la administración de Donald Trump autorizó secretamente a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) a realizar “acciones encubiertas” en Venezuela. Estas operaciones, clasificadas como un “hallazgo presidencial”, pueden incluir desde infiltrar agentes para reclutar información, capturar personas de interés hasta proporcionar entrenamiento, logística o financiamiento a grupos internos. Este nivel de guerra híbrida y la amenaza de acción unilateral estadounidense eleva el riesgo de un conflicto de mayores dimensiones en la región. En paralelo, el impacto de la crisis venezolana no se limita a su territorio ni a las tensiones con Washington: su onda expansiva ya alcanza a los países vecinos. La violencia política y la persecución de opositores traspasan las fronteras y reconfiguran el mapa diplomático y de seguridad en América Latina, con Colombia como primer escenario de desborde.

En Colombia, el atentado sicarial contra los opositores venezolanos Yendri Velásquez y Luis Peche subraya cómo el conflicto venezolano se exporta y desborda fronteras, poniendo en entredicho el estatus de refugio. El hecho de que hayan sido atacados dentro de Bogotá genera un profundo sentimiento de inseguridad en la comunidad de exiliados políticos, quienes ahora temen que el asilo ya no sea un escudo efectivo. Colombia, como Estado garante del asilo, tiene una responsabilidad reforzada en proteger a estas personas de acuerdo con el derecho internacional. El atentado no sólo revela la vulnerabilidad de los refugiados, sino también la fragilidad del territorio colombiano como espacio neutral en medio de las tensiones regionales. Con casi 3 millones de venezolanos residiendo en el país, la frontera se ha convertido en una extensión del conflicto.

En Ecuador, la violencia se manifiesta en dos frentes que convergen: la protesta social y el terrorismo criminal.

El levantamiento masivo de la Confederación de Nacionalidades Indígenas (CONAIE), que se desató con particular intensidad entre el 14 y 15 de octubre, tiene un claro motor: el rechazo a la eliminación del subsidio al diésel decretada por el presidente Daniel Noboa. La CONAIE argumenta que esta medida, impulsada para cumplir con el Fondo Monetario Internacional (FMI), generará un incremento considerable en el costo de vida que afectará a los sectores más pobres, agricultores y transportistas.

Esta movilización, que incluyó marchas por las principales ciudades ecuatorianas, bloqueos de rutas y un paro nacional que inmovilizó Quito con el paso de los días terminó convirtiéndose en un hervidero de gases lacrimógenos y represión policial con un saldo final de decenas de heridos. La magnitud de la protesta despertó las alarmas acerca de la estabilidad institucional en Ecuador, no solo por la enorme capacidad de movilización que tiene la CONAIE sino también porque hace 3 años, cuando gobernaba Guillermo Lasso (de ideología más cercana a Noboa), un paro general convocado por esta organización desestabilizó de tal manera al gobierno que lo obligó a hacer demasiadas concesiones con tal de poder mantenerse en el poder.

Sin embargo, y como si la virulencia de la cuestión social no fuese suficiente, la ciudad de Guayaquil, junto con otros centros urbanos, fueron testigos de 4 atentados terroristas en 48 horas. Estos ataques, que incluyeron un coche bomba que explotó en un centro comercial, evidencian que el país está sumido en una crisis de seguridad sin precedentes. El gobierno de Noboa responsabilizó al crimen organizado por los actos terroristas ya que estas bandas ligadas al narcotráfico usan la violencia extrema, como las bombas, para vengarse del Estado y forzarlo a detener los operativos militares y policiales. En los últimos 5 años, la cantidad de víctimas mortales producto del terrorismo y el crimen organizado ha escalado exponencialmente. De tener una de las tasas de homicidios más bajas de la región en 2019 (6,7 por cada 100 mil habitantes), Ecuador ha pasado a ser uno de los más violentos, con el crimen organizado ejecutando ataques sistemáticos contra la población civil, la policía y figuras políticas.

Finalmente, en Perú, la violencia es de carácter político-institucional. El reciente cambio de gobierno y la asunción de José Jerí se dan en un marco de profunda ilegitimidad y rechazo popular. Las marchas convocadas para esta semana, impulsadas por la “Generación Z” y otros colectivos, son la respuesta directa a un sistema político percibido como corrupto e inestable. En Perú, la violencia no proviene de una guerra interestatal o grandes atentados terroristas recientes, sino de la ruptura constante del orden democrático que desemboca en la represión de la protesta social y la inestabilidad crónica.

Lo que une a todos estos episodios, más allá de sus contextos nacionales, es la sensación de colapso simultáneo de los mecanismos tradicionales de contención: los Estados pierden capacidad de controlar la violencia, las instituciones de la democracia se erosionan y la ciudadanía responde con desconfianza o con movilización. En algunos países, la violencia viene de arriba, ya sea desde el poder y/o desde la injerencia externa (o desde ambos, como en Venezuela); en otros, de abajo, desde la calle o desde el crimen organizado. Pero el resultado es el mismo: un continente que vuelve a vivir bajo el signo de la incertidumbre.

En esta Sudamérica fragmentada, donde el conflicto social, la violencia política y la inestabilidad institucional se entrelazan, los gobiernos ya no enfrentan crisis aisladas, sino una crisis de legitimidad transversal. Lo que está en juego, más allá de los episodios puntuales, es el equilibrio mismo de las democracias latinoamericanas y la pregunta que atraviesa la región: ¿hasta dónde puede tensarse el hilo sin que termine por romperse?

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