
Escribo esto a pocos días de la final de individuales caballeros de Roland Garros. Simple Messieurs, en francés. Un nombre elegante, potente, con pompa, con gravitas. Acorde al partido que jugaron Alcaraz y Sinner. Debo admitirlo: hace unas semanas hubiera escrito Carlitos y Jannik. Charly y el Colo. El gallego y el tano. Ya no puedo hacerlo. Aunque tengan apenas 22 y 23 años respectivamente, estos pibes se convirtieron en adultos en un espacio de cinco horas y veintinueve minutos. En señores jugadores. En grandes. Así que no más apodos, no más nombres de pila, no más diminutivos. De ahora en adelante, Messieur Carlos Alcaraz Garfia, Messieur Jannik Sinner.
En la previa, el partido no podía parecer más perfecto. El uno contra el dos. El camino aplastante del uno para llegar a la final parisina sin entregar sets. La final ganada por el dos en Roma hace unas pocas semanas. A años luz del resto, los dos mejores tenistas de la actualidad. El robot contra el artista. Artillería italiana contra creatividad española. La fuerza bruta contra la magia. Duelo de pares y duelo de opuestos. Era casi imposible que el partido estuviera a la altura de las expectativas. Y lo hicieron, jugando un partido francamente imposible.

No voy a hablar del aspecto técnico o táctico del partido. Dejo eso para los que saben. Así que voy a hablar de lo que sé. Con tres décadas de publicidad a cuestas, algo sé de lo que es escribir una historia que entretenga a mis audiencias, que los sorprenda, que los emocione, que los mueva. Sé una cosa o dos de crear imágenes memorables que queden grabadas en el corazón de la gente. Al terminar el quinto set de la final, supe que de eso, en realidad, no sabía nada. Estos messieurs nos brindaron una masterclass en eso de contar historias -y de hacer historia-. Ni el mejor de los guionistas podría haber imaginado lo que pasó. Si la balanza a priori se inclinaba por el lado del español -solo por el hecho de no haber recibido un parate obligado de tres meses-, el italiano se encargó de destruir esa balanza a guachazos -perdón la precariedad del lenguaje, pero no encuentro mejor manera de denominar la violencia que maneja Sinner de los dos lados-.
Dos sets a cero, un respiro, y tres match points en el cuarto. Tengo un amigo —que claramente no entiende absolutamente nada de tenis— que dice que Sinner “pecheó”. No podría estar más equivocado. Dice Juan Carlos Ferrero que antes de servir, con triple championship point en contra, Alcaraz levantó la vista hacia su box y apretó el puño como diciéndoles, al mejor estilo Carlín Calvo: “Vos, fumá”. Y procede entonces a jugar una seguidilla de 15 o 20 puntos a un nivel estratosférico, para ponerse 6-5 arriba y eventualmente meterse el cuarto set en el bolsillo. ¿Quién contrató a este guionista? Porque esto que escribió es francamente ridículo. Nunca nadie jugó así al tenis. A mi estúpido amigo le digo: Sinner no pecheó. Alcaraz, sencillamente, se convirtió en un jugador de PlayStation.

El quinto set fue sencillamente épico. Inolvidable. Icónico. Cinematográfico. Eran Rocky y Apollo en Rocky II, intercambiando golpes demoledores hasta el final, con la única diferencia en que ninguno de los dos caería a la lona. Golpe de knockout tras golpe de knockout (Carlos quebrando en el primer game, Jannik recuperando su servicio en el décimo), le pegaron y se pegaron como nunca nadie se pegó antes. Hubo tantos puntos espectaculares que no podría elegir uno. Se me mezclan en la memoria, de la misma manera que se me mezclan todas las emociones que pasaron por mi cabeza. Cualquier punto podría haber sido el punto del día en cualquiera de los otros 364 días del año. Pero aquí, los vimos todos juntos en un espacio de cinco horas. Tan así fue que en un momento intenté evitar parpadear. Nada me quería perder. Será por eso que, al llegar al tiebreak del quinto, mis ojos empezaron a lagrimear por el esfuerzo -yo no estoy llorando, vos estás llorando-.
Lo que vimos no fue un partido de tenis. Lo que vimos fue cine. La película perfecta: acción, suspenso, terror, drama, romance y ciencia ficción. Fue Kubrick, Hitchcock, Tarantino, Spielberg, Scorsese, Ridley Scott, Fellini y Almodóvar. Fue arte: Las meninas de Velázquez, el David de Miguel Ángel, los relojes blandos de Dalí, las bailarinas de Degas y las amapolas de Monet, todo en uno. Cinco horas y media que fueron una ópera de Mozart, un concierto de Yo-Yo Ma, un solo de Eddie Van Halen y el Himno a la Alegría de Beethoven.
Cierro los ojos y, como me cuesta creer lo que vi, el tenis se me mezcla con la ficción. Más que ver derechas y reveses, drops y voleas, veo hechizos harrypottereanos, duelos salidos de la imaginación de Alejandro Dumas, dramas shakespeareanos y hasta veo a Neo y el Agente Smith dándose hasta el hartazgo en Matrix, invencibles los dos. Eso que vimos fue, sin lugar a dudas, uno de los mejores partidos que jamás se hayan jugado en la historia. El domingo pasado, el Philippe Chatrier se convirtió en el lugar ahí donde dobla el viento y se cruzan los atajos. Fue cielo e infierno, calma y tempestad, presente, futuro y pasado. Allí, aquel domingo, el tenis —que siempre es hermoso— fue más hermoso que nunca. Fue —no hay mejor manera de describirlo— arte.