
‘Los héroes en Colombia sí existen’ fue una campaña que circuló en 2009, durante el segundo periodo del expresidente Álvaro Uribe Vélez, donde se exaltaba la labor de miles de miembros de la fuerza pública, que luchan desde diferentes territorios del país, permeados por el conflicto armado, para garantizar la protección de la población civil. Hace parte de su misión institucional.
Lastimosamente, el 2 de mayo de 2002, las armas, herramientas, conocimiento, y la experticia de “los héroes de Colombia”, le fallaron a Bojayá, un apartado municipio de Chocó, departamento ubicado en una de las regiones más lluviosas del mundo, pero que su sistema de acueducto y alcantarillado sigue siendo paupérrimo; parte de sus carreteras son trochas, y la ausencia del Estado aún es notoria.
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Un violento enfrentamiento armado por el control del territorio entre el frente 58 de las Farc-EP y el bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que había comenzado desde el 20 de abril de 2002, se agudizó en esa fecha, dejando la muerte de 98 personas, luego de que una pipeta bomba cayera en el techo de la iglesia del corregimiento Bellavista, donde se confinaban casi 600 personas, tras resistir a varios días de combates.

De acuerdo con Rutas del Conflicto, 79 personas fueron víctimas directas de la explosión; 48 de ellas eran menores de edad; 13 murieron en los hechos posteriores al atentado debido a la gravedad de las heridas y seis personas que estuvieron expuestas a la tragedia fallecieron de cáncer en los ocho años siguientes.
Por increíble que parezca, estos saldos en rojo de dolor y devastación pudieron ser peores, de no ser porque, justo en esa mañana de jueves -día de trabajo, estudio, y de actividades cotidianas para los habitantes de dicho municipio-, sí hubo presente un héroe, no con uniforme camuflado, armado con fusil o granada en mano. Se trataba de un hombre negro, con túnica blanca, biblia y con los despojos de un cristo en la mano: se llama Antún Ramos.
Antún Ramos Cuesta, mejor conocido como el padre Antún Ramos, vivió, como sus feligreses y demás habitantes del corregimiento, el impacto de la explosión de la pipeta bomba. Resultó con una herida abierta en la frente, y sus pies, clavados por los restos de Eternit de las tejas que se despedazaron. Pero esto no le impidió escuchar a los sobrevivientes, inundados de terror, decir: “¿Qué hacemos, padre?“.
Así fue su relato a Infobae Colombia sobre su vida y versión de la historia que marcó a Colombia, y que coincide con muchos lugareños que vivieron la tragedia. Quedó plasmada en su libro Bojayá, relato del padre que sobrevivió a la masacre, que presentará en la Feria Internacional del Libro de Cali, el sábado 25 de octubre, a las 7:00 p. m., en el auditorio Colombia; libro del que tardó 23 años en escribir, porque de lo contrario, “habría causado mucho dolor”.
“Yo tenía 28 años. Yo llegué en el 2000 a Bojayá. Acá se aprende a nadar tirándose al agua. Tú vas viendo si esto funciona, esto no funciona, caminamos por aquí. Y por la misma historia que tenemos detrás, se facilitan ciertas interacciones, ciertas reacciones. Y fue así, en medio de toda esta situación, un pelado de 28 años, sin mucha experticia en temas de conflicto. Yo creo que tuve la lucidez, la tranquilidad y la gallardía para que esa tragedia, que no la producimos nosotros los campesinos, a pesar de que fue muy dañina, pudiera haber sido más grave”, relató a este medio.
Antún Ramos nació en 1973, en Bagadó (Chocó), un pueblo tranquilo de más de 10.000 habitantes, ampliamente creyente de la religión católica; con sus propias creencias y costumbres...
“El pueblo es muy bonito. Nosotros somos de cultura de río, entonces tienes un río espectacular, todavía no tan contaminado como otros ríos, hay algo de minería que contamina poco, pero todavía el río es fuente de vida, de proveerse de alimentos, de compartir y la gente es especia. Es un pueblo de una cultura y de tradición católica. Le damos toda la la importancia a la ritualidad católica, sobre todo en las fiestas patronales”, señaló.
Contó que durante estas celebraciones, las familias sacan su “mejor pinta”, la ropa nueva no se saca a presumir en diciembre, sino en estas fechas: del 25 de enero al 2 de febrero, cuando se celebra la Vírgen de la Candelaria, además de la Semana Santa.
“La Semana Santa también es muy bonita porque se danza, se baila, nosotros llamamos el bailado del santo; es decir, los santos van al tope total en ritmicidad y la gente pasa por debajo de la imagen pidiendo bendición, salud, prosperidad. Quizás es lo mismo de Popayán, pero esta vez a ritmo de tambores, con todo el folgorio y la alegría posible. En muchos pueblos tenemos esa tradición de bailar el santo; es decir, de africanizarlos”, destacó.

Ya es un señor de 52 años de edad, y su piel, a simple vista, no es del todo testigo a lo que ha sobrevivido: la muerte de su madre en medio de un hostigamiento de la guerrilla, el secuestro de uno de sus siete hermanos, el atentado terrorista en Bojayá, y las amenazas de muerte que surgieron posteriormente. Donde si está registrado es en su mente y su memoria, donde los relatos están tan vivos, como sus emociones al recordar la muerte y desolación que invadió a Bojayá poco a poco.
Bojayá no siempre fue el escenario presente de grupos armado ilegales. El padre lo recuerda como un territorio muy similar a Bagadó, tranquilo, de gente trabajadora, que vivía con la problemática de que cada vez que llovía el río se crecía y las viviendas se inundaban. A pesar de sus complejidades y abandono estatal, sus habitantes vivían felices.
Pero, a finales de los 90, comenzaron a asesinar líderes destacados del territorio, situación que se tornó preocupante.
“Los paramilitares querían extender su territorio. Y comienzan a ver en el Urabá chocoano, una posibilidad de resguardarse, de dominar un territorio. Todo era una zona donde ellos paulatinamente fueron diezmando parte de la población, a partir de la premisa del chivo expiatorio; es decir, mataban ciertos líderes que tenían influencias para intimidar al resto de la población“, señaló.
Dijo que, aunque había presencia del guerrilleros de las Farc, estos no se quedaban en el territorio, pero ante la presencia paramilitar en la región, llegaron a Bojayá para quedarse.

Fue en 2002 que los rumores de que los paramilitares querían”retomar su territorio" comenzaron a crecer. Esto llevó a emitir al menos 10 alertas tempranas antes de la tragedia. Todas ignoradas por el Estado.
“Los paramilitares entraron el 20 de abril, a las 11:00 a. m. Y desde ahí nosotros comenzamos a hacer las alertas tempranas, porque los paramilitares decían que venían a sacar a la guerrilla y nosotros sabíamos que la pelea no iba a ser tan fácil, porque la guerrilla llevaba años y tenía una mucha más experiencia militarmente hablando”, explicó.
El apoyo internacional del momento, que apoyaban en la difusión masiva de las alertas y las hacían llegar al Gobierno, fueron insufientes. La mañana de mayo llegó y la tragedia que tanto se alertó para que se evitara, ocurrió.
El padre, seminarista enviado a Bojayá por la diócesis de Quibdó, al ser un hombre joven y vogoroso, que podría resistir los mosquitos, las inundaciones y el paludismo, no estaba preparado para resistir a la crudeza de la guerra, el conflicto armado, y la violencia.
Los enfrentamientos se desencadenaron, situación que llevaba a los habitantes a abandonar sus viviendas hechas en madera u otros materiales fáciles para que las balas penetraran, a buscar las estructuras de cemento: el centro de salud, el colegio departamental César Conto, la casa de las hermanas Agustinas y la iglesia San Pablo Apóstol, para aguantar las ráfagas de fusil entre los dos grupos armados.
El 2 de mayo de 2002 no se puede olvidar, porque más de 600 habitantes estaban confinados en estos lugares esperando un rescate, el respeto a la vida y a estar fuera del conficto. Pero nada de esto ocurrió. En ese margen de error que implica lanzar por el aire una pipeta explosiva, cayó en el techo de la iglesia, donde las madres tranquilizaban a sus hijos, afirmando que la pesadilla iba a pasar, y pronto volverían a retomar sus actividades diarias, sin privilegios, pero felices.
El padre Antún recordó que perdió el conocimiento por varios segundos, pero su ADN para resistir fue activado de inmediato. Sabía que era la única esperanza para sacar con vida a los sobrevivientes, y como lo dijo anteriormente, evitar que la tragedia fuera peor.

“Los combates continúan después de que cae la pipeta. Nosotros nos pasamos para la casa de las hermanas, que está de ahí a 20 metros. Después los paramilitares van otra vez y se ubican detrás de nosotros. Y la guerrilla otra vez vuelve y tira una pipeta en dirección a donde le tiraban balas; es decir, que la pipeta también pudo haber caído en la casa de las hermanas. Entonces la gente comienza a decir: ¿Qué hacemos? Es una carga de responsabilidad, porque al final la gente dice: ‘bueno, lo que diga el padre que hagamos, eso es’. Un pelado de 28 años", dijo.
Por ello, se armó de valor y amarró una sábana blanca a una especie de pala. Era el padre encabezando un desfile de cuerpos ensangrentados y mutilados pidiendo el respeto por la vida:
“Hago la marcha de la vida para que los actores que iban por ahí nos escucharan. Yo gritaba, ‘¿Quiénes somos?’, y la gente respondía: ‘la población civil’. Y después yo gritaba, ‘¿Qué exigimos?’, imagínalo en medio de una balacera, exigiéndole a un actor, sin misericordia, sin alma. Yo gritaba, ‘¿Qué exigimos?’, y la gente respondía: ‘Que nos respeten la vida’“.
El padre Antún recordó que buscaban llegar a Vigía del Fuerte, donde hay un hospital con mejores condiciones para atender los heridos, o por lo menos brindar los primeros auxilios.
Al ser un pueblo tan apartado, el padre como misionero hacía parte de la comitiva que abastecía el territorio con alimentos y diferentes elemento propios para la subsistencia de la comunidad; además de insumos claves para hacer los trayectos en lanchas a otras comunidades.
Este proceso, en muchas ocasiones, era obstaculizado por el Ejército Nacional, que retenía estos suministros con el pretexto de que podían ser destinados a la guerrilla de las Farc.
En medio de esas provisiones, el padre tenía en la parte trasera de su iglesia 500 galones de gasolina, precisamente, para el desplazamiento en la región.

Soltó en lágrimas al recordar que, como lo repitió en esta entrevista, la tragedia pudo haber sido peor, pues mientras las ráfagas de fúsil sonaban, él recordaba el combustible que tenía almacenado, y que una chispa, bala o contacto con fuego, hubiera acabado con el enfrentamiento, y de paso con toda la población.
“Yo tenía ahí 500 galones de gasolina al lado de la iglesia. La pipeta cayó a 10 metros donde yo tenía 500 galones de gasolina y 700 personas. Entonces, era mi gran temor. La responsabilidad que tú tienes con 700 personas ahí, y que el actor armado, por su vanidad, por su poderío, por sentirse omnipotente, no haya mirado la humanidad de todos los que estábamos allí. Mi temor siempre fue que esta gente fuera a tirar algo y cayera eso ahí“, relató.
Hay muchos detalles que no se pueden contar en esta entrevista, porque la idea es descubrirlo en el libro. Detalles como la reacción de la guerrilla y los paramilitares a los instantes posteriores en que ocurrió la explosión, y la singular reaccción fisiológica de una guerrillera a lo provocado, a las víctimas, y a la violencia, son algunos detalles que se descubren en el relato del padre, que alerta que no aprendimos de lo que ocurrió en Bojayá.
En los años posteriores a la tragedia el padre se asiló en Europa tras ser víctima de serias amenazas, luego de las declaraciones irresponsables del general Mario Montoya. Estudió, se especializó, y continúa sirviéndole al Chocó como párroco, esta vez en Tutunendo. Es un héroe anónimo, de esos que le sirven a su comunidad sin esperar reconocimiento alguno, aunque de hacerse uno, sería más que merecido y digno de replicar a otros líderes que trabajan en silencio.