Lógicas de organización en competencia
Los temas que hemos abordado comprenden dos cuestiones de las relaciones internacionales que son fundamentales, y al mismo tiempo particularmente complejas: la del orden internacional y los factores y circunstancias que dan cuenta de su formación, desarrollo y deterioro y los modelos o lógicas alternativas de organización de ese orden con los que trabajamos en la disciplina. He dedicado gran parte de mis escritos y de mis clases a estos dos temas que son los que siguen despertando mi mayor interés. Y, por supuesto, siempre con la mente puesta en el lugar, el papel y las opciones estratégicas que se le han presentado a América Latina y, en especial, a la Argentina, en las distintas fases que ha atravesado el orden internacional a partir de los años de la Guerra Fría hasta el presente.
Para preparar esta conferencia me puse a revisar lo que escribí al respecto especialmente en dos momentos críticos en los que mucho se produjo y se debatió sobre ambos temas. Me refiero a la etapa inmediatamente posterior a la caída de la URSS y a los primeros años del siglo XXI. Dos situaciones bien diferentes, ambas en el contexto de lo que se denominó el orden de la pos Guerra Fría.
Lo hice con la idea de comparar qué aspectos se destacaban en las discusiones de esos años con los que actualmente definirían la problemática esencial que enfrentamos en materia de orden internacional en un momento en el que, al igual que en aquellas dos ocasiones anteriores, la cuestión del orden internacional y su organización y desorganización han vuelto a ocupar el lugar central en el debate político y académico ante lo que se presenta como el punto de quiebre, no solo del así llamado “orden liberal internacional”, sino también del largo ciclo histórico de más de tres siglos de órdenes internacionales sucesivos que fueron concebidos, moldeados y dominados por Occidente.
La caída de la Unión Soviética en 1991 puso la cuestión del orden internacional y su organización en una circunstancia comparable a las de 1919 y 1945, pero esta vez sin guerra mundial y con una concentración de poder inigualable en manos del líder de los ganadores. La naturaleza y magnitud de la victoria dieron lugar a que se abriera un amplio debate sobre la posibilidad de avanzar en dirección de un nuevo orden -pacífico, cohesivo y cooperativo- sobre la base de la extensión progresiva de las premisas del internacionalismo liberal a escala global y, más aún, sobre la oportunidad que el momento ofrecía para transformar cualitativamente la política internacional, esto es, que se fuera alejando progresivamente de los constantes conflictos y rivalidades interestatales y de la tragedia de la guerra y que se desplegara en un orden cuyo principio rector fuera el imperio de la ley.
El orden imaginado no sería simplemente “nuevo” por suceder al de la Guerra Fría, lo sería o podría serlo en su esencia. Esta idea revolucionaria no era original, dado que las referencias a un “nuevo orden mundial” tienen una larga historia, pero en esta ocasión las cosas se presentaban diferentes. Había unipolaridad, la democracia y el capitalismo habían vencido al socialismo y el único polo a cargo de la tarea era Estados Unidos, la democracia liberal más grande y poderosa del mundo. La nación, que pocos años después, Madeleine Albright, Secretaria de Estado de Bill Clinton, calificaría como “indispensable” para el logro de la paz y el progreso mundiales.
Por cierto, este sentido de misión también reunía razones de conveniencia. Como lo expresó John Ikenberry, quien fuera desde el mundo académico el más prolífico e inteligente defensor del proyecto liberal, se trataba, además, de una inversión de largo plazo en hegemonía para preservarla cuando la redistribución de poder, algo irremediable, no fuera tan favorable a Estados Unidos.
La lógica liberal de organización del orden internacional en esta versión triunfalista fue la dominante en el centro de Occidente durante los noventa, pero también tuvo sus adeptos, aunque en menor escala, en las periferias, y en particular en América Latina. Hubo seguidores interesados pero también creyentes convencidos. Los tengo muy presentes en los debates que tuvimos en nuestro país y en la región en esos años.
El proyecto liberal tuvo su auge en los noventa, aunque enfrentó en esos años algunos primeros nubarrones, y fue languideciendo hasta apagarse. Se seguirá debatiendo por mucho tiempo sobre las causas principales que lo fueron hiriendo de muerte y cuándo recibió el tiro del final y si ese disparo vino desde afuera o desde el propio Estados Unidos, un país en conflicto consigo mismo y con el mundo. No es mi propósito referirme a las causas que llevaron a su fracaso, sea por sus fallas intrínsecas, por sus desmesuras o por la resistencia que se le opuso.
Sí me importa subrayar a mis fines aquí su metamorfosis. La idea original de organizar el mundo sobre la base de los supuestos del internacionalismo liberal derivó en la apelación a la superioridad moral de sus premisas para justificar conductas de naturaleza imperial. Y, en el camino, se violaron principios fundamentales de la lógica organizacional de Westfalia establecidos en la Carta de las Naciones Unidas. Esta situación puso al descubierto la tensión existente entre tres lógicas alternativas de organización del orden internacional que iría en aumento a partir de la vuelta del siglo XXI: la liberal en retirada, la de Westfalia transgredida y la imperial de regreso.
El caso más claro del inicio de esta tensión se dio en ocasión de la invasión a Irak en 2003 por una coalición de países liderada por Estados Unidos sin la autorización de la ONU. La unipolaridad, que era para los liberales la condición de posibilidad de un orden basado en reglas mediante el ejercicio de una hegemonía benevolente, no pudo sortear el vicio que le es intrínseco: la discrecionalidad en el uso del poder. Una conducta que empeora cuando se carga de una ideología con pretensión de universalidad. Este problema fue uno de los puntos fuertes de las críticas realistas a la aspiración liberal de los noventa. Desde el constructivismo, por otra parte, se advertía sobre el riesgo de que la unipolaridad propendiera al fortalecimiento de la identidad imperial de Estados Unidos en detrimento de su identidad democrática y republicana.
En este contexto, el debate político y académico cambió de eje en un clima que ya estaba lejos del optimismo de la inmediata pos Guerra Fría. Las visiones neoconservadoras entonces en auge plantearon que la opción era poder o caos y que, ante esa alternativa, solo Estados Unidos estaba en condiciones de impedir el regreso de la humanidad a una nueva “edad oscura” ante el auge de fuerzas que se denominaron de fragmentación. En este lado oscuro de la luna, sobresalían el terrorismo de alcance global y los fundamentalismos religiosos. Desde esta perspectiva, el problema no era el exceso de poder sino un mundo sin poder. Así lo expresó Niall Ferguson, el exponente más fino de esta tesis: “La alternativa a la unipolaridad no sería la multipolaridad en absoluto. Sería la apolaridad, un vacío global de poder”. (Ferguson, 2004, p. 39)
Por el contrario, otros autores sostenían que la concentración de poder en Estados Unidos era la mayor fuente de desorden y de inseguridad internacional y, en consecuencia, identificaron al sistema estatal y a sus instituciones como el mecanismo más apto —y único disponible— para organizar el orden internacional y dotarlo de legitimidad.
La opción entre imperio o Westfalia planteada en ese momento pre anunciaba una oposición de lógicas organizacionales que cobraría más fuerza en esta tercera década del siglo XXI en la que han entrado en juego más actores que se arrogan el derecho a intervenir en otros estados, incluso mediante el uso de la fuerza militar, y por este motivo la rescato.
Desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos ha defendido tres formas distintas de organizar y controlar el mundo: la hegemonía benigna, también denominada por sus defensores, y en un sentido positivo, como “imperialismo antiimperial” o “imperialismo liberal”, y dos formas de imperialismo sucesivas de carácter diferente.
La primera se expresó en la gran estrategia de primacía que se reformula luego de los atentados terroristas del 11/9 en la que Washington se atribuye el derecho a usar unilateralmente la fuerza, establecer patrones de conducta para los demás, determinar amenazas y dictar justicia. La coerción y la fuerza desplazan al consenso, pero todavía en nombre de una misión trascendente, la de rehacer el mundo con un fin superior. Imperialismo liberal, pero esta vez con botas. Al igual que en los primeros años de la pos Guerra Fría, pero en un contexto y con una actitud diferentes, Estados Unidos repite la tentación peligrosa, como diría Morgenthau, de identificar las aspiraciones morales de un país con los preceptos morales que gobiernan el universo pretendiendo saber qué es el bien y el mal en las relaciones entre naciones.
La segunda forma de imperialismo es la que ha adoptado Trump II, ahora sin una gran estrategia, sin eufemismos y sin la misión redentora de la anterior. Aun así, se sustenta igualmente en la creencia de que el país está destinado a gobernar y controlar el mundo. Esta forma de concebir y ejercer el poder la vemos a diario, no hace falta que me alargue sobre un tema que todos conocemos y que forma parte de nuestras conversaciones frecuentes.
Lo interesante de esta trayectoria es que Estados Unidos participa a su modo en el resurgimiento de mentalidades imperiales de tono clásico que podemos ver también en Eurasia, el caso de Rusia es el más evidente. Con las particularidades de cada caso, el fenómeno se funda en la voluntad de legitimar el dominio o la influencia sobre estados o territorios geográficamente cercanos y sus poblaciones en nombre de lazos culturales, históricos, lingüísticos, étnicos o religiosos. No estamos en una nueva era de los imperios ni en la primera mitad del siglo XX cuando la mayor parte de la humanidad estuvo regida por los imperios, pero el imperialismo ha reaparecido con ropajes tradicionales y, a raíz de ello, también su lógica organizacional del mundo. Y, por cierto, el peligro de que se extienda.
En contrapartida, han crecido voces en todas partes que identifican a las normas regulatorias de la lógica westfaliana como las únicas capaces de posibilitar avances en materia de coexistencia y cooperación internacional: esto es, la restricción y el acomodamiento de las grandes potencias para gestionar su rivalidad, el respeto de la soberanía, la no intervención y la integridad territorial de los estados, el lugar limitado de los valores éticos en los asuntos internacionales y el derecho de cada país a elegir de manera autónoma su sistema político, económico y social.
Puede argumentarse en este caso, y esto es materia de otro debate importante, que las banderas westfalianas que hoy reivindican algunos países son un pretexto para oponerse y enfrentar a lo que todavía llaman el hegemonismo de Estados Unidos y justificar una nueva forma de gobernanza global que desplace definitivamente a Occidente de su lugar dominante. La reciente declaración de Tianjin, por ejemplo, es un compendio perfecto de la lógica westfaliana y de las razones de su necesidad; expresa visiones e intereses genuinos, pero también hipocresía y cinismo cuando se pone el ojo en algunos de sus firmantes. Pero ¿quién tira la primera piedra, si volcamos nuestra mirada hacia Occidente? Sin embargo, para la mayoría de los países, —claramente para nosotros— la vigencia de estas banderas es esencial para poner barreras a las fuerzas imperiales en ascenso, para prevenir una escalada de la rivalidad entre los grandes poderes y para resguardar la soberanía y las posibilidades de desarrollo.
La necesidad de un nuevo pluralismo
Dicho todo esto a modo de larga introducción, voy a explicar brevemente por qué creo en la necesidad de un nuevo pluralismo. Primero, y en un momento en que tanto se habla de ocasos, muertes y nacimientos de órdenes internacionales, es necesario hacer una primera distinción entre dos órdenes diferentes que suelen confundirse y solaparse: el de la posguerra fría y el llamado orden liberal internacional.
El orden que ha muerto es el orden de la pos Guerra Fría y, con ello, -acaso mejor dicho- el proyecto de organización que lo inspiraba en sus dos vertientes sucesivas e imprudentemente utópicas: la hegemonía benigna y el imperialismo liberal con botas. También podemos dar por muerta a la globalización en su expresión neoliberal. Como en el caso del comunismo en la Unión Soviética, el modelo liberal triunfalista es el pasado de una ilusión y no tiene vuelta atrás.
El orden que subsiste, aunque malherido, es el que comenzó a gestarse durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial y a su término. Desde su origen, es un orden híbrido de bases westfalianas con atributos liberales, promovidos por Occidente, que adquirieron mayor volumen a lo largo de los años, tanto de alcance general como a nivel regional. Por ejemplo, el sistema de seguridad colectiva de la ONU e instituciones como la OMC o el FMI, a las que también pertenecen China y Rusia.
Este orden carece de un nombre propio y desde hace no mucho tiempo se lo llama erróneamente Orden Liberal Internacional cuando nadie le dio esa denominación ni así se lo pensó en el momento de su nacimiento y durante la mayor parte de su vida. En consecuencia, cuando se habla del fin del orden liberal internacional se soslaya algo esencial: que el orden híbrido que se ha ido construyendo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, con sus atributos y desarrollos posteriores que no solo provienen de Occidente, tiene mucho que queda en pie, con sus virtudes e indudables defectos.
Es importante reconocer que América Latina ha contribuido con ideas y propuestas a enriquecer este orden en el que ha encontrado un espacio provechoso para hacer oír su voz como así también oportunidades para plantear reformas y defender sus intereses. Por su parte, los estados que ascienden en la escala de poder internacional integran ese orden y no se plantean tumbarlo: lo que quieren es reformarlo para tener más control e influencia en sus instituciones. Y, por cierto, también crear y expandir instituciones propias que reflejen sus intereses, tal como lo están haciendo.
Cuando se decreta el fin del Orden Liberal Internacional, se lo hace, además, sin mayor beneficio de inventario. Se tiende a tirar todo por la borda y, a la vez, se exagera en cuanto a la novedad del presente. La historia de los órdenes internacionales está marcada por fuertes rupturas, pero también por continuidades que responden a un proceso evolutivo y acumulativo que los precede y que forman un entramado de normas, reglas e instituciones que va estableciendo a lo largo del tiempo el sentido de lo que es o no es aceptable en la política internacional. Y las conductas de los estados, precisamente, se juzgan a la luz del cumplimiento o no de esas normas, reglas e instituciones.
A fin de entendernos y evitar confusiones, sería mejor llamarlo “orden de la segunda posguerra plus”, al menos para esta presentación, con el fin de hacer más claro mi argumento. El “plus” va para todas las reglas, acuerdos e instituciones, formales e informales que se le han ido agregando, tanto en el plano global como en las distintas regiones, y que han creado nuevos espacios de acción multilateral.
Es claro que este orden ha sufrido un doble retroceso en sus atributos tanto westfalianos como liberales. Los ataques más graves a sus componentes westfalianos han surgido de Estados Unidos y de Rusia y, más recientemente, de Israel. Y sus componentes liberales han sido principalmente violados y cuestionados por el país que fuera su máximo promotor. Y hoy son defendidos por sus máximos beneficiarios, como China y la India, en particular.
Lo segundo que quiero apuntar es que las relaciones internacionales tendrán lugar en un orden internacional no hegemónico, entendido como una condición constante. Además, este orden será el primero de un mundo posoccidental y posamericano. La noción de orden internacional no hegemónico es una categoría de análisis que se utiliza para describir un tipo de orden en el que ningún Estado o coalición de estados y fuerzas sociales está en condiciones de establecer una hegemonía con alcance global. Y esto vale para las dos formas en las que se usa el concepto de hegemonía en las Relaciones Internacionales: como dominio en el sentido de la escuela realista y como liderazgo en clave gramsciana. Asimismo, es poco probable que surja un poder hegemónico regional. La hegemonía de Estados Unidos sobre buena parte de América Latina seguirá debilitándose. China, por su parte, encontrará importantes obstáculos para convertirse en un poder hegemónico en su propia región. Estados Unidos y sus vecinos harán todo lo posible para evitar que adquiera esa condición.
Tercero, y en estrecha relación con mi punto anterior, me interesa destacar que toda reflexión sobre el futuro del orden internacional y sus lógicas de organización debe contemplar el ascenso del Sur Global, del que no forman parte ni China ni Rusia, vale la aclaración. Este proceso, como lo ha señalado con agudeza Andy Hurrell, es un motor fundamental del cambio histórico y, por lo tanto, un aspecto central para el análisis teórico y práctico de las relaciones internacionales si se quiere comprender cabalmente la dimensión de lo global.
El Sur Global, como se sabe, es una categoría difusa y discutible. Para algunos simplemente no existe, para otros es un estatus residual, mientras que para muchos es el espacio desde el que pueden surgir órdenes alternativos, en especial en oposición a Occidente. Hay que salir de esta discusión que no lleva a ninguna parte. Lo importante es reconocer la emergencia del Sur como un fenómeno de largo plazo que antecede en mucho a la Guerra Fría y que muestra la voluntad y la capacidad creciente de numerosos países y fuerzas sociales de tener un papel activo y más autónomo en la política internacional y mundial. Este Sur no es el Tercer Mundo de la Guerra Fría y de la descolonización. Tiene más riqueza, más recursos de poder y narrativas propias sobre lo que sucede y sobre lo que debe ser o no debe ser una conducta admisible en la política internacional. Además, su activismo se expresa tanto en nuevos espacios multilaterales como en la reafirmación creciente de identidades nacionales, étnicas y religiosas que no será sencillo doblegar.
Lo que acabo de señalar de manera incompleta y estilizada compone el marco contextual que me ha llevado a pensar desde hace un tiempo en la necesidad de un nuevo pluralismo. Prefiero hablar de pluralismo siguiendo la denominación que utiliza la Escuela Inglesa para referirse a una lógica de organización del orden internacional en lugar de Westfalia, de la cual parte y se nutre fundamentalmente.
Lo hago porque Westfalia tiene mucho de mítico y porque lo que fue y su legado suelen presentarse en nuestra disciplina de una manera superficial ignorando que los principios, reglas, instituciones y prácticas que constituyen lo que hoy se considera westfaliano se han ido desarrollando durante más de tres siglos. Westfalia, como bien lo aclara Henry Kissinger, no fue el inicio del sistema de estados; fue un acomodamiento práctico entre unidades políticas diferentes para terminar la Guerra de los Treinta Años por medios que luego se transformaron en conceptos generales de orden mundial.
Por otra parte, Westfalia, a secas, es un término que dice poco y que no ayuda a entender la naturaleza y la complejidad del problema que enfrentamos. Pluralismo, en cambio, nos remite al núcleo de ese problema: esto es, cómo dotar de un cierto orden a un mundo que está políticamente constituido por estados que son desiguales en poder, distintos en sus formas de organización política, económica y social, diversos en sus culturas y valores y diferentes en sus prácticas internas y en los intereses que defienden. La dificultad se agrava porque este medio, además de ser plural, carece de una autoridad central.
Por último, pluralismo es un término neutro, describe al mundo tal cual es. Westfalia, en contraste, tiene un tinte demasiado occidental para esta época en la que no cabe pensar el orden y su manejo sin la participación y el aporte de otras culturas y civilizaciones.
Hace apenas un par de décadas se decía que el modelo pluralista era anacrónico para un mundo en proceso de globalización, limitado en su ambición moral y disfuncional para enfrentar los problemas transnacionales que afectan la vida de todos nosotros y no solo la de los estados. El propio Estado era presentado como una valla que obstaculizaba la posibilidad de realizar un orden internacional y mundial más acorde con los nuevos tiempos. Así, se hablaba de la necesidad de avanzar hacia una configuración posmoderna del espacio político.
Mucha agua ha pasado bajo el puente y hoy son otros los temas que dominan el debate y nuestras preocupaciones. Un mundo sin hegemonías implica más turbulencia y más inestabilidad al tiempo que nos revela la necesidad de contar con reglas e instituciones que restrinjan la violencia entre los estados y estabilicen la competencia entre los grandes poderes. Tenemos dos centros de poder, encabezados por Estados Unidos y China, que rivalizan en las ideas que promueven para reconfigurar el orden, que difieren en sus narrativas y posiciones ante cada crisis y que están librando una “guerra sin guerra directa”, si lo puedo poner así, como se observa en el caso de Ucrania, La unipolaridad no se repetirá y con independencia de la distribución de poder que tengamos -bi o multipolar- el equilibrio de poder y la diplomacia vuelven a cobrar un papel central como instituciones del orden internacional para la negociación política y la legitimación de los acuerdos. Para los estados medianos y pequeños la mayor fuente de amenaza proviene nuevamente de los impulsos imperiales de los más poderosos y, en consecuencia, se revalida la importancia de la soberanía externa y del respeto a la integridad territorial de los estados como metas y atributos elementales del orden internacional. Son todos aspectos básicos que la lógica pluralista inscribe en su concepción de orden mínimo. Un minimalismo que no luce pequeño en su ambición para este tiempo al que se ha puesto de moda calificar como la “era de la agitación”.
Winston Churchill definió la democracia como el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás. En el mismo sentido, podemos definir el modelo pluralista como la peor lógica organizacional del orden internacional, a excepción de todas las demás. Su reivindicación en ese momento suena como una aspiración muy modesta y conservadora, pero es el único modelo que puede cimentar un orden con una pretensión política y moral mayor. Es el punto de partida ineludible y primario.
Vivimos en un mundo en el que el Estado-nación seguirá siendo la principal unidad constitutiva del orden internacional y en el que enfrentamos las mismas dificultades estructurales que han caracterizado al orden internacional desde el inicio de la modernidad y que tornan extremadamente compleja su gobernabilidad: las fuertes asimetrías de poder y la diversidad de intereses, de valores y culturas de los estados que lo integran.
A esta altura de mi vida y de la profesión, me queda el deber de la esperanza. Al imponerme este deber, me doy cuenta de que corro el riesgo de ir a contramano, pero igual me juego. El mundo en el que estamos reafirma la vigencia del realismo y la necesidad de recuperar el pluralismo en su expresión minimalista, pero demanda bastante más. Exige dar una nueva vida a aportes progresistas al orden internacional que provienen tanto del internacionalismo liberal como de la tradición socialista, a los que hay que disociar de las prácticas que, en su nombre, traicionan y tergiversan sus propósitos más nobles. Estas contribuciones son una parte constitutiva del orden de la “segunda posguerra plus” y también un estandarte de lucha para numerosas fuerzas políticas y sociales en todo el mundo que seguirá levantado y en aumento.
No puedo entonces quedarme en las vertientes del neorrealismo que ven como una ilusión cualquier esfuerzo para trascender la tragedia de la política de los grandes poderes. Prefiero a los realistas clásicos como E.H. Carr y Reinhold Niebuhr que pensaron en la posibilidad de reformas en un sentido positivo. Incluso hasta Hans Morgenthau, en su monumental Política entre las naciones, llegó a considerar y lo cito: “que la paz internacional podrá ser tan segura como la doméstica solo cuando las naciones hayan subordinado a una autoridad superior los medios que la tecnología moderna ha puesto en sus manos -cuando hayan cedido su soberanía-”. (Morgenthau, 1986, p. 646).
No me atrevo a ir tan lejos, pero me animo a pensar como los realistas clásicos en la posibilidad de ir un poco más allá del mero minimalismo sin desconocer los riesgos que tenemos por delante. Ferguson, el mismo que planteaba la opción imperio o caos al principio de este siglo, acaba de señalar que Estados Unidos está entrando en una “etapa de república tardía” como la República Romana en sus últimos días antes de convertirse en un imperio. También recientemente, Fukuyama pasó de proponer el fin de la historia a ver un mundo que retorna a las esferas de influencia entre los grandes poderes como en el siglo XIX. Espero que se equivoquen como en sus predicciones anteriores.
El proceso de difusión del poder y la riqueza produce un fenómeno que no estaba presente en la lógica tradicional del pluralismo, que ha puesto el acento en las relaciones horizontales entre los grandes poderes. La distribución asimétrica de poder hoy se entrecruza con la difusión del poder y la riqueza a más estados. No sabemos cómo va a operar este entrecruzamiento inédito en las relaciones verticales entre grandes, medianos y pequeños en un mundo fluido e interconectado que prefiero llamar policéntrico antes que multipolar. Los dos únicos países en condición actual de ser polos con todas las letras, Estados Unidos y China, están al frente de dos núcleos de poder que no parecen ir en dirección a la consolidación de bloques rígidos e impermeables como sucedía en la Guerra Fría. Algunos países del Sur se plegarán a uno de estos dos núcleos por falta de opción o por voluntad. La mayoría, sin embargo, procurará no adherirse a ninguno de ellos. No quieren quedar a merced de una rivalidad de poder que les es ajena. Tampoco quieren un concierto de grandes poderes que les reserve un lugar subordinado en una nueva Yalta.
El carácter de la política internacional no es invariable. Está determinado por un contexto y un tiempo particular que fijan sus límites, modalidades y alcance. Habrá que ver si esta situación de mayor empoderamiento relativo de los que vienen de abajo posibilita el desarrollo de nuevas formas de restricción de poder no contempladas en el pluralismo clásico. En especial, si se convierte en un factor que obstaculice o impida la formación de esferas de influencia tal como las hemos conocido. Y que opere, entonces, en sentido contrario a lo que muchos anuncian como una consecuencia inevitable de la actual disputa geopolítica entre los grandes poderes.
Por otra parte, mi esperanza no se limita a la posibilidad de entorpecer o refrenar mentalidades y voluntades imperiales. Tiene el sentido de una aspiración mayor que se funda en razones prácticas antes que morales. Lo pienso en la misma vena que Kant cuando sostenía que la democracia no es un Estado de ángeles y, aun más, que su establecimiento tiene solución, incluso para un pueblo de demonios siempre que tengan entendimiento, que “...para su conservación, exigen conjuntamente leyes universales, aun cuando cada uno en su interior tiende a eludir la ley…”. (Kant, 1985, p. 38)
Rescato de esta frase la palabra conservación como motor de leyes universales. El pluralismo clásico identificó la coexistencia como un interés común de los estados para preservarse y de ello derivó la posibilidad de establecer reglas que limitaran la violencia, como de hecho se ha dado. El nuevo pluralismo no solo debe hacer frente a este desafío; debe, asimismo, encontrar la manera de establecer reglas que aseguren nuestra supervivencia. A las dificultades estructurales clásicas que ya mencioné -las asimetrías de poder y la diversidad de los estados- hoy se agrega otra dificultad también estructural que nunca estuvo presente con la intensidad y el alcance actual en los órdenes internacionales anteriores: los problemas transnacionales que amenazan la existencia o la seguridad de la humanidad en su conjunto y que, en consecuencia, demandan cooperación interestatal porque nadie los puede enfrentar en soledad.
A tal efecto, y como lo pensó Kant para el avance de la democracia, no hace falta el perfeccionamiento moral de los seres humanos ni buenas intenciones. La noción de conservación, como en el caso de los demonios de Kant, es la que puede operar como el factor que lleve al sometimiento mutuo a leyes coactivas y más intrusivas en el plano doméstico. Dicho de otro modo, a establecer reglas de supervivencia que complementen a las de coexistencia y que adquieran, como estas últimas, el carácter de primarias y elementales para un orden que no puede limitarse tan solo a procurar la protección de la vida y la propiedad de los estados. No hay lugar, como dije, para una hegemonía con pretensión de alcance universal, pero sí hay una dimensión universal que nos incluye a todos y que es, por lo tanto, ajena a nuestras diferencias. El fracaso del cosmopolitismo ingenuo del internacionalismo liberal en su expresión voluntarista no debiera obstaculizar el camino hacia un cosmopolitismo auténtico que fomente el sentido de humanidad compartida en la diversidad desde el que podamos pensar y establecer reglas y acuerdos que se sustenten en una noción de bien general común. Nada hay de idealismo cuando se conjetura sobre la necesidad de avanzar en este camino cuando observamos la magnitud de las amenazas que compartimos. No se me escapa que el multilateralismo tal como lo hemos concebido y conocido está hoy en retroceso, pero no hay alternativa a la acción multilateral para hacer frente a los problemas transnacionales que tenemos: Este desafío nos obliga a pensar en nuevas formas de multilateralismo más acotadas y más centradas en asuntos específicos.
Por otra parte, el orden de la segunda posguerra plus tiene en su hibridez componentes liberales que es preciso poner en un primer plano. Me refiero, a título de ejemplo, a la Declaración de Derechos Humanos de la ONU y a la Convención de Naciones Unidas para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. No hace falta ser un experto en relaciones internacionales para saber que estos documentos y acuerdos han sido ignorados y violados incontables veces, pero no deben ser desestimados o arrumbados. Su logro ha sido un gran avance en la historia de la sociedad internacional y hoy deben revalidarse partiendo de su significado más elemental y originario: considerar y tratar a todos los seres humanos como portadores de derechos universales respetando las condiciones e identidades particulares que definen estos derechos. En principio, un orden sin hegemonías inhabilita peticiones de universalidad que emanen de un país o una cultura y, en principio, nos permite suponer que puede ofrecer condiciones para que estos derechos se entiendan y se rescaten como propósitos universales.
Por último, hay un aspecto del nuevo pluralismo de particular relevancia para América Latina que no quiero dejar de mencionar en un momento en el que el tema de la democracia y los derechos humanos ha casi desaparecido de la agenda global. El orden regional que hemos construido tiene también un carácter híbrido. Se ha inspirado en la tradición liberal para establecer reglas e instituciones que procuran defender y promover la democracia y los derechos humanos, civiles y de las minorías. Por ejemplo, la Carta Democrática Interamericana, la Convención Americana sobre Derechos Humanos o la Cláusula Democrática del Mercosur. América Latina es parte del Sur por su nivel de desarrollo, pero pertenece a Occidente por su cultura e historia. Estos documentos expresan una definición sobre la democracia y los derechos humanos enraizada en Occidente que consideramos propia a diferencia de lo que sucede en buena parte del Sur Global. En nuestro caso, no cabe la postulación del pluralismo clásico que requiere dejar lo más posible de lado los valores en la construcción del orden y la negociación política. Los compromisos institucionales que hemos asumido para defender y promover la democracia y los derechos humanos adquieren en estos momentos una relevancia mayor que cuando se firmaron porque estos valores no están asegurados y, en algunos casos, los hemos perdido.
Hace un tiempo, Roberto Keohane dijo que uno no estudia la política mundial por razones estéticas, dado que esta política no tiene nada de bella. Nos motiva la curiosidad intelectual, pero también cuestiones normativas. Destaco este punto porque he cerrado esta presentación poniendo sobre la mesa atributos del orden que contienen una dimensión moral y política de alcance mayor con plena conciencia de que están sometidos a fuerzas e influencias que los contradicen seriamente. Por eso mismo, no hay que bajar los brazos y exponer la necesidad de un pluralismo que no puede limitarse a su forma minimalista en lo que concierne a las relaciones entre los estados. Debe incluir aspectos esenciales que involucran y afectan a nuestra humanidad compartida y que son, asimismo, una condición necesaria de la estabilidad relativa y de la legitimidad del orden internacional sin hegemonías en el que ya estamos.
Referencias
Ferguson, N. (2004). A world without power. Foreign Policy, July/August, 39. https://kropfpolisci.com/foreign.policy.ferguson.pdf?utm
Kant, I. (1985). La paz perpetua. Madrid: Tecnos. https://www.tecnos.es/libro/clasicos-del-pensamiento/la-paz-perpetua-immanuel-kant-9788430955824/?utm
Morgenthau, H. J. (1986). Política entre las naciones. La lucha por el poder y la paz. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano.
Publicado originalmente en el Instituto de Inteligencia Estratégica de Miami, un grupo de expertos conservador y no partidista que se especializa en investigación de políticas, inteligencia estratégica y consultoría. Las opiniones son del autor y no reflejan necesariamente la posición del Instituto.
Más información del Miami Strategic Intelligence Institute en www.miastrategicintel.com
Roberto Russell, Colaborador, MSI²
hace 1 mes
9






English (US) ·
Spanish (ES) ·