El pueblo no se arrodilla ante el cártel de los Soles

hace 9 horas 2

Por Elizabeth Sánchez Vegas

La canonización de José Gregorio Hernández debería ser un Pentecostés de esperanza para Venezuela. El médico de los pobres, el hombre que escogió la humildad en lugar del oro, llega a los altares como prueba de que la bondad sí tiene memoria en el cielo.

Pero mientras Roma se prepara para ese momento, en Caracas se trama una mascarada. Nicolás Maduro, narcoterrorista y jefe del cártel de los Soles, pretende apropiarse de la santidad de José Gregorio, como si pudiera cubrir con su figura un cuarto de siglo de crímenes, persecución y miseria. Es un intento burdo de transformar la canonización en un espectáculo y de disfrazar la infamia. Y lo más indignante: no lo hace solo.

El nuevo arzobispo de Caracas, Raúl Bior, ha abierto la puerta a esta farsa. Ha preferido el acomodo cortesano al martirio profético. Eligió el tuteo con Maduro antes que el consuelo al pueblo, prefirió la foto con el César antes que la lágrima con el pueblo. Su voz calla cuando debería clamar como Juan el Bautista en el desierto. Y así convierte el altar en escenario, la liturgia en propaganda y el pan en moneda de cambio.

No es la primera vez que la Iglesia enfrenta estos desvíos: obispos que bendijeron cañones, cardenales que callaron ante dictaduras, sotanas que justificaron verdugos. Hubo quienes legitimaron el fascismo, quienes callaron frente al nazismo, quienes se sentaron en las mesas de dictadores latinoamericanos. Cada una de esas traiciones dejó cicatrices hondas en la historia. Hoy, Venezuela sangra otra vez, traicionada por un prelado que prefiere el silencio de los cómplices al grito de los profetas.

José Gregorio no pertenece al poder. Pertenece al niño desnutrido que muere esperando un tratamiento, a la madre que reza frente a un hospital vacío, al preso político que sostiene la fe en la oscuridad de su celda. Pertenece a los que huyeron cargando con estampitas en lugar de pasaportes, a los que rezan en el exilio.

El pueblo venezolano aprendió a creer incluso cuando sus pastores más visibles callaron. Y esa fe, la que se sostiene sin respaldo institucional, sin sotanas que lo amparen, es la fe más auténtica. Ha sido esa fuerza silenciosa la que ha mantenido en pie a un país crucificado.

No olvidemos que ha habido religiosas marchando junto al pueblo para exigir justicia, enseñando en escuelas y colegios sin recursos, adentrándose en hospitales públicos para asistir enfermos a escondidas, repartiendo medicinas cuando la oscuridad era total.

También ha habido sacerdotes que arriesgan todo por proteger a perseguidos, y laicos que convierten sus casas en altares para sostener la esperanza. Ellos son la excepción luminosa. Pero el contraste es brutal: frente a la valentía de los pequeños, la cobardía de algunos jerarcas se vuelve escandalosa.

Por eso, con respeto al Santo Padre León XIV, pero con la urgencia de un pueblo herido hasta el alma: la canonización no puede ser secuestrada por un narcoterrorista ni administrada por un arzobispo complaciente. La Iglesia que calla se convierte en Pilato lavándose las manos frente al inocente. La cruz no se negocia. La fe no se alquila. Los santos no se venden.

El pueblo venezolano ha encontrado en Edmundo González Urrutia y en María Corina Machado líderes que no se apartan de la verdad y que, como millones de creyentes en el país, sostienen su camino con fe.

No es solo un proyecto político: es también una convicción espiritual de que Venezuela no está condenada, de que Dios acompaña al justo y abandona al tirano.

Y aquí está mi llamado: no acompañar la farsa. No prestarse al espectáculo del narcoterrorista. Que los buses vayan vacíos, que las gradas se queden mudas.

Que lo sepan en Miraflores y en la Nunciatura: la santidad no se manipula, el altar no se convierte en tribuna, y Venezuela no se arrodilla ante verdugos disfrazados de devotos. Si quieren público, que llamen a su diminuta corte de cómplices: un puñado triste y obligado, incapaz de ocultar la soledad de un narco-régimen acabado. Los fieles estarán en otra parte, orando por el fin del narcoterrorismo y por el renacer de la Tierra de Gracia. Y cuando ese día llegue, porque llegará, no habrá incienso que tape el hedor de sus crímenes ni mitra que esconda la vergüenza de los que callaron.

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