La digitalización escolar durante la pandemia expuso a niños y adolescentes a nuevos riesgos digitales dentro del ámbito educativoDurante la pandemia, las escuelas debieron dar un salto digital sin precedentes. En cuestión de semanas, adoptaron plataformas, cuentas institucionales y aplicaciones que, hasta ese momento, apenas habían explorado. La tecnología se convirtió en el puente que mantuvo viva la educación durante el aislamiento. Pero, con ese avance, las instituciones educativas también compraron un problema que aún no terminan de dimensionar: la exposición de niños, niñas y adolescentes a riesgos digitales graves, dentro del propio ámbito escolar. Y que ya les está trayendo dolores de cabeza. En el 2022, la Cámara Civil y Comercial de Mar del Plata confirmó la condena a un colegio por no haber prevenido el bullying que desencadenó una crisis de epilepsia en una alumna. El fallo consideró acreditado que el acoso reiterado y la falta de intervención institucional actuaron como disparador de la enfermedad. La sentencia duplicó la indemnización inicial y marcó un precedente sobre la responsabilidad escolar frente a entornos digitales y presenciales de riesgo.
Las cuentas de correo institucional —creadas por los colegios para el acceso a entornos de aprendizaje virtual que le proveen distintos prestadores de servicio— suelen ser propiedad exclusiva de las instituciones. Esto significa que los padres no pueden acceder ni monitorear lo que sus hijos hacen con esas cuentas, porque no son sus titulares legales. Paradójicamente, esas mismas credenciales permiten a los estudiantes acceder a servicios de mensajería, videollamadas y chats donde pueden circular contenidos inapropiados, agresiones o material sexualizado.
De esta manera, los colegios desplazaron involuntariamente a los padres del rol de supervisores digitales de sus hijos. Para que se entienda mejor, si mi hijo menor de edad quiere ejercer su libertad de expresión arrojándole una piedra al auto del vecino, como padre me veo en la obligación de intervenir e interrumpir dicho accionar lesivo. Las escuelas al desplazar a los padres del rol de supervisores asumieron —aunque no lo adviertan— una posición de garantes frente a los riesgos que surgen del uso de esas cuentas por parte de los menores, entre los más comunes tenemos: el grooming, las apuestas online, el ciberbullying, la difusión no consentida de imágenes o vídeos íntimos o de deepfakes creados con ayuda de la IA. Un fenómeno reciente es el de las violaciones de menores de edad cometidas en grupo por otros menores (en manada), como ocurrió en Badalona (España), donde una niña de 11 años fue agredida, filmada y expuesta en redes dentro del entorno escolar. El video circuló entre compañeros durante días sin que nadie lo denunciara. El motor de la denuncia fue su hermano mayor, que terminó amenazado y burlado en la escuela, donde le decían que tenían un video donde “reventaban” a su hermanita. En 2024, solo dos de los agresores fueron condenados; los demás por tener menos de 14 años fueron declarados inimputables.
El uso de plataformas educativas sin monitoreo adecuado facilita el acceso de menores a grooming, ciberbullying y difusión de material sensibleA pesar de todas estas realidades, pocas instituciones educativas solicitan a las familias autorización para monitorear la actividad digital de sus hijos, ni informan qué herramientas utilizarían a esos fines. En muchos casos, el “control” se limita a un filtro de páginas inapropiadas, mientras los chats, foros o repositorios de archivos quedan completamente fuera del radar. Es decir, la escuela abrió un espacio digital bajo su dominio, sin vigilancia efectiva y sin reglas claras de responsabilidad.
El resultado es un caldo de cultivo para la violencia en línea. En las fiscalías informáticas ya vemos casos de acoso digital, humillaciones públicas o difusión de imágenes íntimas grabadas en contextos escolares respecto de menores de edad que son inimputables (y donde queda, por tanto, marginada la respuesta penal). No se trata de un problema hipotético: es un fenómeno en expansión, con consecuencias reales y devastadoras. En situaciones extremas, puede terminar en suicidios adolescentes o en abusos sexuales facilitados por la propia infraestructura digital del colegio.
Más allá de la dimensión legal, el desafío de fondo es cultural y educativo. Desde el punto de vista jurídico, las escuelas se encuentran en una zona de responsabilidad. Al ser titulares de las cuentas, tienen deberes de custodia, control y vigilancia que, en caso de daño, pueden generar responsabilidad civil o incluso penal y/o contravencional. No es un mero problema ético: la asunción del control de una fuente de peligros sin mecanismos idóneos de supervisión puede configurarse como una omisión relevante, especialmente cuando existen antecedentes o advertencias previas.
La normativa argentina —desde la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes hasta las leyes locales de convivencia escolar— establece el deber de adoptar medidas activas de prevención frente a situaciones de riesgo. Pero la realidad muestra que muchas escuelas aún no han actualizado sus protocolos a la era digital.
Los protocolos “antibullying” suelen ser documentos formales, elaborados para cumplir con requerimientos administrativos, sin incorporar la dimensión digital ni prever mecanismos técnicos de monitoreo, resguardo de evidencia o articulación con el Ministerio Público Fiscal. Y cuando las denuncias llegan, las instituciones suelen reaccionar tarde, alegando desconocimiento o limitaciones técnicas.
La falta de protocolos digitales efectivos en las escuelas argentinas agrava la violencia en línea y la exposición a delitos informáticos (Imagen Ilustrativa Infobae)La omisión de controles adecuados puede implicar incumplimiento de deberes de cuidado, en particular cuando el colegio, al crear y administrar los entornos digitales, se convierte en el intermediario necesario para el daño. Si un alumno es acosado, humillado, amenazado o extorsionado a través de un canal institucional, no basta con decir que “el suceso tuvo lugar fuera del horario escolar”: la fuente del riesgo fue creada, administrada y legitimada por la propia institución, que les impide el control a los padres y tampoco ejerce el propio de forma efectiva. De hecho, en general, este tipo de situaciones no se terminan destapando por la detección activa de las escuelas, sino por la denuncia desesperada de las familias en busca de justicia y de sanciones que no encuentra con prontitud en las escuelas.
En este escenario, la inteligencia artificial podría ser una aliada valiosa para detectar comportamientos de riesgo en entornos digitales escolares —mensajes de acoso, material sensible o interacciones inusuales—, siempre que su uso se realice con criterios éticos, transparencia y supervisión humana. No se trata de reemplazar el rol adulto, sino de valerse de la tecnología para anticipar daños y proteger a los más vulnerables. La IA puede ayudar a procesar grandes volúmenes de datos y alertar a tiempo sobre patrones de violencia o exposición indebida, pero su eficacia dependerá de la responsabilidad con que las instituciones la implementen.
Está claro que el salto digital de las escuelas no debe revertirse. Sería absurdo renunciar a los beneficios pedagógicos que ofrecen las TICs. Pero urge construir un nuevo pacto de corresponsabilidad entre escuelas, familias y Estado.
Los padres deben ser informados y partícipes de los entornos digitales en los que sus hijos interactúan. Las instituciones, a su vez, deben desarrollar campañas de prevención y políticas claras de privacidad, monitoreo y acompañamiento digital, con asesoramiento técnico y legal adecuado. Y el Estado, por su parte, tiene la obligación de fiscalizar el cumplimiento de las normas de protección de datos y seguridad digital en el ámbito educativo.
Un buen ejemplo de intervención estatal es el caso del Ministerio de Educación porteño que bloqueó el acceso a Roblox en todas las redes escolares de la Ciudad, tras detectarse un posible caso de grooming vinculado al uso de esa plataforma. La medida preventiva forma parte de la política de seguridad digital escolar y busca proteger a niños y adolescentes frente a interacciones de riesgo en entornos virtuales.
No obstante, no alcanza con apagar el Wi-Fi o bloquear páginas pornográficas. Se trata de formar ciudadanos digitales conscientes y protegerlos de riesgos que no pueden gestionar solos y que pueden afectar gravemente a su salud mental y/o integridad sexual.
Como fiscal especializado en delitos y contravenciones informáticas, puedo afirmar que la mayor parte de los casos que llegan al sistema penal podrían haberse evitado con prevención institucional. El delito digital crece donde falta el acompañamiento de adultos responsables.
Hoy las escuelas tienen la oportunidad —y el deber— de ocupar ese lugar, tan relevante como organizar el calendario escolar o definir los contenidos curriculares. Si no lo hacen, no podrán alegar desconocimiento cuando el daño ocurra.
Porque el lobo digital ya está en las aulas. Fingir que es un cordero no lo hará menos peligroso.
hace 2 horas
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