
Cuando no se escucha el llanto de un bebé porque “ya se le va a pasar”, cuando se ridiculiza a un adolescente que reclama ser tomado en serio, o cuando se niega la palabra a un niño en la escuela o en la mesa familiar, se revela un mismo patrón. Lo que parece normal o “natural” —obedecer, callar, esperar a ser grande para opinar— tiene un costo alto: deteriora la salud mental de quienes crecen sin voz propia.
No se trata solo de una palabra académica: es una forma de organizar la vida social. Significa mirar y decidir siempre desde la perspectiva adulta, como si esa fuera la única válida. Es un orden cultural y político que legitima jerarquías, distribuye poder y moldea instituciones. Lo que parece natural —el adulto como voz autorizada, el niño como aprendiz callado— es, en realidad, un dispositivo histórico que debe ser cuestionado.
La falta de escucha, la sobrevaloración de la obediencia y el castigo como método de control generan un terreno fértil para la ansiedad, la depresión y la somatización.
Niños y niñas que no pueden expresar lo que sienten desarrollan dolores físicos, insomnio o retraimiento. Adolescentes que no son tomados en serio cargan con un peso de soledad y desconfianza que afecta su forma de ser y estar en el mundo.

Los bebés perciben el mundo a través de vínculos de cuidado. Cuando su llanto es minimizado o ridiculizado, se siembra una herida temprana: la idea de que sus emociones no importan. Esa herida, repetida y reforzada, puede dejar marcas profundas que persistan en la vida adulta.
Como señaló Donald Winnicott, cuando el bebé no es recibido ni reconocido surge en él un núcleo de soledad (core loneliness) que puede permanecer oculto pero activo durante toda la vida.
Se sigue escuchando la frase “un golpe a tiempo, educa”, aunque la evidencia muestre que el castigo físico solo deja miedo y resentimiento. Según UNICEF, 4 de cada 5 niños en el mundo sufren algún tipo de disciplina violenta en sus hogares.
Incluso el concepto de “crianza respetuosa” es, en sí mismo, un síntoma del sesgo adulto: ¿acaso necesitamos aclarar que un niño o niña debe ser respetado como ser humano? Nombrarlo así revela hasta qué punto el respeto hacia la infancia ha sido considerado opcional, cuando debería ser un principio básico e irrenunciable.

Este sesgo se cuela también en los planes y programas escolares elaborados sin consulta alguna a quienes los atraviesan todos los días. Las niñas y los niños son destinatarios de contenidos y evaluaciones que rara vez consideran sus intereses o modos de aprender.
Esta lógica convierte el aula en un espacio de transmisión unilateral, donde la curiosidad queda subordinada al cumplimiento de objetivos externos. Incorporar su participación en el diseño y la revisión de esos planes no sería un gesto simbólico: sería reconocerlos como protagonistas de su propio aprendizaje.
Según el Observatorio de Argentinos por la Educación, el 54% de los estudiantes argentinos de 15 años se distrae con su celular en clase. Y en las Pruebas Aprender 2024, más del 11% de los estudiantes de tercer grado no alcanzó las competencias básicas de alfabetización.
Pero ¿alguien se detiene a preguntar por qué? ¿Por qué el celular se convierte en refugio? ¿Por qué tantos niños no logran acceder a la lectura? No es solo un problema de atención: es el síntoma de un sistema que habla de ellos, pero sin ellos. Cuando no hay nada que los convoque, aparece la frustración y la evitación.

Algo similar ocurre en las políticas sanitarias: se habla de la juventud como problema, pero rara vez se la escucha como protagonista de sus propios cuidados.
Según datos del INDEC y Sedronar, en 2023 el 69% de jóvenes de 16 a 24 años consumió alcohol en el último año, el 32,2% reportó consumo excesivo en el último mes y el 19,1% consumió marihuana en el último año.
Estas cifras suelen ser respondidas con campañas de control o discursos alarmistas, pero casi nunca con instancias de participación real. Cuando no hay espacios de escucha ni políticas diseñadas con ellos, la salud se reduce a estadísticas y no a experiencias vividas.
La infancia aparece como un tema recurrente en campañas o discursos, pero rara vez como sujeto de derecho. Se habla sobre los niños, pero casi nunca con ellos. Así, las decisiones que marcan su presente y su futuro se toman sin su participación.

La política tradicional pocas veces les abre las puertas, y en respuesta los adolescentes buscan otros caminos. Según UNICEF y Cippec, el 49% recurre a canales digitales para actividades políticas y 1 de cada 4 se involucra en acciones sociales, comunitarias, estudiantiles o políticas. Es decir: no se retiran de la participación, la reinventan cuando los espacios institucionales no los convocan.
Incluso las palabras cargan con este sesgo. “Infantil” se usa como sinónimo de ingenuo, tonto o incapaz. “Infantilizar” se aplica para señalar que alguien es tratado con desprecio o se le quita valor, como si ser niño fuera, en sí mismo, un estado vergonzante. El idioma revela así una verdad cultural: la infancia es pensada como un déficit, un lugar de menos. Y lo que se nombra de ese modo, se reproduce y se legitima en la vida social.
Aunque parezca naturalizado, existen modelos que muestran que otra relación con la infancia es posible. En algunos países, la escuela se organiza en torno a la participación real de los estudiantes: se escucha su opinión, se los involucra en las decisiones y se privilegia la construcción colectiva por sobre la obediencia ciega.

En distintos países, los sistemas educativos que incorporan proyectos de aprendizaje cooperativo y educación socioemocional muestran mejores resultados en motivación, convivencia y bienestar. Experiencias señaladas por la OCDE —como Finlandia— o por organismos como UNICEF —en programas implementados en Uruguay— evidencian que la salud mental mejora cuando niñas y niños son tratados como protagonistas y no como receptores pasivos.
También organismos internacionales como la ONU y UNICEF sostienen que garantizar espacios de participación infantil no es un gesto de buena voluntad, sino una obligación derivada de la Convención sobre los Derechos del Niño, que en Argentina tiene jerarquía constitucional. Ponerlos en el centro no es una opción política más: es cumplir con compromisos internacionales y con las propias leyes nacionales que reconocen a la infancia como sujeto de derechos.
En Argentina, este desafío implica que las políticas públicas sobre infancia incorporen mecanismos reales de consulta y participación de niñas, niños y adolescentes, como ya lo marcan la Convención y nuestras leyes nacionales. Escuchar su voz no es solo prevención en salud mental: es construir políticas más sabias, legítimas y humanas.
El adultocentrismo no es un defecto menor de nuestra cultura: es una violencia silenciosa que atraviesa generaciones. Cuando se obliga a callar a un niño, cuando se ridiculiza el dolor de un adolescente, cuando se ignora el llamado de un bebé, lo que se está negando no es solo su voz: es su derecho a existir con dignidad.

Salir de esa lógica implica un giro radical. Significa reconocer que la infancia no es un ensayo de la vida adulta. La infancia es ahora y lo que se vive en ella nos acompaña para siempre.
La salud mental de la infancia no se protege con discursos paternalistas ni con una visión sacralizada o edulcorada, sino con participación real. Sin su voz, la democracia queda incompleta.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.