
En un mundo cada vez más invadido por el ruido urbano, encontrar lugares donde el silencio prevalezca se ha vuelto un anhelo compartido. Lejos de bocinas, maquinaria y construcciones, existen rincones donde el sonido de la naturaleza y el propio latido del corazón recuperan su protagonismo. En estos espacios, la ausencia de interferencias humanas permite escuchar lo esencial: el susurro del viento, el crujido de la tierra, el canto lejano de las aves.
Esta selección forma parte de un relevamiento elaborado por Condé Nast Traveler, que reunió testimonios de sus editores y escritores para identificar algunos de los sitios más silenciosos del mundo. Cada destino invita a redescubrir el valor de la quietud, ya que ofrece experiencias que contrastan con la intensidad sonora del día a día.

El descenso hacia las Salinas Grandes, en el límite entre Salta y Jujuy, revela un paisaje en constante transformación: vegetación, colinas onduladas y acantilados rocosos. La quietud domina el recorrido.
En el salar, la visión es de una inmensidad blanca, agua que refleja el cielo y un volcán lejano. El crujido bajo los pies y la altura imponen un silencio total, donde la soledad adquiere una intensidad única.

En el desierto de Brouq, el viento se arrastra entre arenas y piedras. El terreno, casi inalterado, se ve interrumpido solo por las monumentales esculturas del artista estadounidense Richard Serra: East-West/West-East, una serie de cuatro placas de acero de alrededor de 15 metros de altura alineadas a lo largo de más de un kilómetro.
Insertadas directamente en el paisaje, las piezas dialogan con el horizonte y la luz cambiante del desierto, lo que genera una experiencia sensorial inmersiva. En este entorno, la inmensidad resulta reconfortante, lo que transforma la sensación de aislamiento en una experiencia vital.

Iqaluit, casi en el círculo polar ártico, combina modernidad e identidad indígena. Sobre tierras ancestrales inuit, los sonidos naturales conviven con los ecos de motos de nieve y el murmullo del viento entre construcciones coloridas.
En Apex, una pequeña localidad cercana donde fueron reubicadas familias tras la construcción de una base aérea estadounidense en Iqaluit, símbolos de colonización y resistencia se enfrentan: el edificio de la Hudson’s Bay Company, antiguo puesto comercial, y un arco hecho con mandíbulas de ballena, erigido en el cementerio municipal como homenaje a la cultura ancestral. La alegría de sus habitantes reafirma la fortaleza cultural de este territorio.

En Kalsoy, la travesía hasta el Faro Kallur expone abruptos acantilados y crestas cubiertas de verde intenso. El camino angosto se recorre entre ráfagas de viento y graznidos de aves marinas.
Lejos de la presencia humana, el silencio se adueña del paisaje, interrumpido apenas por el eco de las ovejas que se escuchan a lo lejos. Desde la cima, la vista panorámica sobre el Atlántico Norte recompensa cada paso.

Durante un safari a pie en el Serengeti, la ausencia de personas resalta la potencia sonora de la naturaleza. Leones resoplan en la oscuridad, las acacias silban bajo el viento y la falta de señales urbanas permite reconectar con el entorno. El ambiente enseña que en el vacío de lo cotidiano, el mundo natural tiene su propia voz imponente.

En Sobibor, el silencio se carga de memoria. Este campo de exterminio nazi, donde asesinaron a unas 180.000 personas, permanece apartado en el este de Polonia.
El sonido de la nieve derritiéndose acompaña la pesada sensación de ausencia, según el testimonio presentado por Condé Nast Traveler. En comparación con otros sitios memoriales, es un lugar poco visitado, aunque esencial para mantener viva la memoria.

La isla de Socotra ofrece una desconexión total: sin señal telefónica ni internet, solo el ritmo natural del sol, el mar y las sombras de árboles milenarios.
En este entorno aislado, los sonidos se agudizan. La isla, ajena a los cambios acelerados del mundo, mantiene una pureza difícil de describir.

Cerca del Spaceport America, el primer puerto espacial comercial, la soledad del desierto de Nuevo México resalta la inmensidad del panorama en el que se encuentra esta pequeña ciudad de nombre curioso.
Tras una hora de viaje, el camino lleva a White Sands, un parque nacional conformado por blancas dunas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Caminar descalzo sobre su superficie reafirma una conexión primaria con la tierra.

En Wadi Rum, el desierto jordano se extiende entre montañas rojizas y dunas ocres. Las tribus beduinas mantienen su vínculo ancestral con este paisaje esculpido por la erosión de antiguos mares.
De día, el calor sella el aire en una quietud absoluta; de noche, el murmullo de la fauna y el crujir de las hogueras acompañan la vastedad estrellada. Aquí, la quietud adquiere un peso casi tangible.