En tiempos donde el ruido en redes sociales vale más que el rendimiento, José Ramírez sigue siendo una rareza: un pelotero que no necesita alardes para brillar. Temporada tras temporada, el dominicano de los Guardianes de Cleveland cumple con la misma fórmula: números de elite, defensa impecable y una consistencia que ya debería haberle asegurado más reconocimiento del que tiene. Pero no. A José Ramírez le toca, otra vez, esperar que el béisbol sea justo.
Su candidatura al Guante de Oro no sorprende. Lo extraño sería que, pese a todo lo que hace, vuelva a quedarse corto. Porque si algo caracteriza al antesalista es que nunca baja el nivel. Reacciona rápido, anticipa mejor que nadie y suelta el brazo con precisión quirúrgica. Es el tipo de jugador que sostiene una defensa entera sin necesidad de hacer ruido. Pero, por alguna razón, el aplauso suele ir para otros.
Quizás su “problema” sea Cleveland, una plaza sin reflectores, sin grandes cadenas pendientes de cada swing. O tal vez el problema sea que José no encaja en el molde del show moderno al vivir sin polémicas, sin celebraciones exageradas, sin campañas publicitarias que inflen su imagen. Ramírez solo juega. Y lo hace mejor que muchos.
En los últimos años ha sido uno de los peloteros más completos de Grandes Ligas. Produce, corre, roba, defiende y lidera con naturalidad. Pero en este béisbol de tendencias y titulares fugaces, la constancia parece no ser suficiente. La excelencia sostenida no viraliza.
Si hubiera justicia deportiva, José Ramírez ya tendría al menos un Guante de Oro en su casa y me atrevo a decir que si jugase en una ciudad más mediática como Nueva York, el MVP también ya hubiese sido suyo. Pero lo de él nunca ha sido la visibilidad, sino la entrega. Por eso, ganar este año el Guante de Oro sería más que un premio, sería una forma mínima de reconocer a uno de los jugadores más infravalorados de su generación.