
Hoy 3 de junio, Rafael Nadal cumple 39 años, en un contexto completamente diferente al de sus aniversarios anteriores.
Por primera vez en dos décadas no compite, no se entrena para Roland Garros, no prepara su cuerpo para batallas de cinco sets. Ya no forma parte del circuito profesional, pero su figura no se ha alejado del tenis: se ha instalado definitivamente en su historia.
Este nuevo aniversario, marcado por la ausencia de la rutina competitiva, invita a mirar atrás, hacia otro momento determinante. Exactamente, 20 años atrás, en uno de los momentos más intensos de su carrera, le dijeron que no volvería a jugar. Un diagnóstico severo, una enfermedad degenerativa en el pie izquierdo y una instrucción médica que no dejaba margen.
Era 2005. Nadal tenía 19. Acababa de conquistar Roland Garros por primera vez ante el argentino Mariano Puerta, en la final.
El mundo del tenis lo celebraba como una irrupción arrolladora. Había ganado once títulos en una sola temporada y se ubicaba entre los mejores tenistas de la actualidad.
La potencia, el temple, la velocidad de piernas y la solidez en tierra batida lo convertían en una anomalía para su edad. Pero al terminar la gira, el dolor en el pie izquierdo, persistente y en aumento, obligó a revisar lo que nadie quería escuchar.
En la consulta médica, el diagnóstico fue claro: síndrome de Müller-Weiss. Una enfermedad degenerativa en el escafoides tarsiano, rara, crónica y, en muchos casos, incapacitante. “Me dijeron que ya no podría jugar”, recordó Nadal en una entrevista con Corriere della Sera. Esa frase contenía, sin rodeos, el punto de quiebre.

La reacción fue inmediata. El dolor había llegado a un nivel que lo obligaba a entrenar sentado en una silla en mitad de la pista, comentó a Corriere della Sera.
Lo intentó así. No era un recurso simbólico, era literal. Sentado, sin poder apoyar el pie, buscaba mantener la coordinación del golpe. Ese gesto resume el impacto que tuvo en él la enfermedad. El golpeo desde una silla fue el modo de aferrarse al tenis mientras todo alrededor parecía caerse.
No había una solución estándar. Algunos médicos sugerían cirugía con resultados inciertos. Otros hablaban de rehabilitaciones que no garantizaban nada.

El equipo que lo rodeaba, encabezado por su tío Toni Nadal, se movió entre la desesperación y la fe ciega. En ese tránsito apareció una opción alternativa: una plantilla de siete milímetros y zapatillas especialmente diseñadas que redistribuyeran el peso del cuerpo y desplazaran la presión fuera del hueso afectado.
El invento cambió la historia. Nadal lo explicó años más tarde: “Se desvió el punto de apoyo. Funcionó el pie, pero el cuerpo se desestructuró”, declaró también en diálogo con Corriere della Sera.
Aquella solución permitió seguir compitiendo, aunque el resto del cuerpo empezó a pagar el precio. Lo que vino después fue un repertorio clínico difícil de igualar: tendinitis, roturas musculares, inflamaciones crónicas, desgarros, fracturas. Las rodillas sufrieron por compensar la carga.

Las muñecas, el abdomen, el psoas, todos se vieron alterados. La enfermedad del pie nunca desapareció. Fue manejada con tratamientos paliativos durante más de quince años.
“Pensaba que todo se había acabado”, confesaría al Diario AS. La frase venía sin adornos, sin épica. La crudeza no necesitaba más contexto.
Aquel diagnóstico no solo puso en riesgo su carrera, sino que también lo transformó como persona. Desde entonces, su relación con el dolor y la adversidad tomó una dimensión estructural en su modo de competir.
Los gestos públicos de autocontrol, las derrotas asumidas sin quejas, la negativa a lanzar una raqueta al suelo, incluso en la frustración, emergen desde ese punto de origen. “Porque de niño me enseñaron que no se hace. Soy yo quien me equivoco, no la raqueta”, dijo en la misma entrevista con el medio italiano.

En cada una de sus entrevistas posteriores, Nadal ha remarcado la necesidad de aprender a convivir con el límite. Convivir, no resignarse. “Transformar la fragilidad del cuerpo en fortaleza moral”, fue otra de sus frases, también publicada en Corriere della Sera.
El resto ya es parte de la historia del deporte. Catorce títulos en Roland Garros, cuatro US Open, dos Wimbledon, dos Abiertos de Australia. Veintidós Grand Slams, 92 títulos ATP, 36 Masters 1000, cinco Copas Davis, dos oros olímpicos.
Y, aun así, 209 semanas como número uno del mundo y 912 semanas consecutivas entre los diez mejores. Ningún otro tenista logró mantenerse durante tanto tiempo entre los máximos.

La memoria lo enmarca en partidos inolvidables: la batalla de Wimbledon 2008 contra Roger Federer, el retorno improbable en Australia 2022 frente a Daniil Medvedev. En ambos, la resistencia fue más importante que la técnica. “Por el 4% valía la pena pelear”, dijo en una conferencia de prensa, sobre aquella remontada de cinco sets en Melbourne.

La frase parece salida de otra época, pero condensa una idea de esfuerzo permanente. Nunca esperó ganar con facilidad. Siempre prefirió el combate.
Hoy, Nadal cumple 39 años y ese número remite a longevidad, pero también a resistencia. Su retiro, oficializado con su participación en la Copa Davis de 2024, marcó el final de una carrera forjada en la tenacidad.

En cada entrevista reciente, su modo de hablar sobre el futuro es pausado, concreto. Después me dedicaré a los niños —dijo en Corriere della Sera, al hablar de su fundación que trabaja con jóvenes en situación de vulnerabilidad. “Tenemos el proyecto ‘Más que tenis’, veinte escuelas en España para niños con discapacidad”.
Todo lo que vivió entonces, el dolor, la incertidumbre, no fue un obstáculo aislado, sino parte de un proceso que terminó moldeando su identidad. A partir de aquel momento aprendió a convivir con el esfuerzo extremo, a competir con inteligencia, a resistir cuando no quedaba margen.

Esa experiencia temprana no lo detuvo: lo formó. Gracias a eso, y a todo lo que vino después, Rafael Nadal no solo logró volver a jugar. Se convirtió en uno de los mejores tenistas de la historia. Y en uno de los deportistas más admirados de todos los tiempos, además de un ejemplo para todos.