Voy a describir los beneficios que veo en los 60
(Imagen Ilustrativa Infobae)Esta nota no me la pidió nadie. Pero al descubrir la sección Generación Silver de Infobae me asaltaron las ganas de decir. De decir lo que vengo rumiando desde hace tiempo. Es que descubrí, a ver si puedo explicarlo bien, que en esta etapa de mi vida ando sobrevolando por encima de todo, voy por un camino amable que fluye, en muchos casos, mejor que antes. ¿Ejemplos? Hay varios y, a riesgo de ser etiquetada como autorreferencial, intentaré describir los beneficios que he descubierto que van relacionados con la edad.
A los sesenta me descubrí escribiendo mejor. Quizá porque me importa menos un error gramatical que lograr expresar lo que nos atraviesa. Aunque eso implique desnudarse para sentir los vientos golpeando el cuerpo.
A los sesenta se disfruta más. Quizá porque el tiempo que queda es más escaso que antes. Es regla general que uno empieza a valorar las cosas cuando las ve escurrirse.
A los sesenta sé mejor lo que quiero. Lo que me gusta. Lo que me divierte. Lo que me hace feliz. Sin poses preconcebidas ni espejos ajenos, elijo con menos prejuicios.
No hablo de grandes cosas, sino de las pequeñas. De esas diminutas que nos hacen el día.
Una de esas cosas que elijo sin escrúpulos, es lo que como. Como lo que quiero y cuando quiero. Quizá por eso me hayan divertido dos escenas de Nada, la mansa y precisa miniserie de Brandoni: una es donde él enfrenta con gracia al joven progre de discurso ininteligible, pseudointelectual pero liviano; la otra, la de la moza que le ofrece un queso feliz elaborado sin maltrato animal. Me arrancan carcajadas. Esas escenas me hicieron sentir muy bien acompañada contra ciertas “vanguardias”. ¿Qué serían? Veganas, ovolacto qué, progresistas naturalistas, wokismo animal… ¿Cómo cuernos podríamos llamarlas?
Como lo que quiero y cuando quiero sin sin hacer caso de las doctrinas culinarias modernas (Freepik)Reconozco que me enerva que los jóvenes, hijos incluidos claro, circulen tan susceptibles por los animales grandes, peludos y tocables, y al mismo tiempo sea evidente que les importa un rábano los peces del sushi. Les respondo que su preocupación ostenta un claro sesgo discriminatorio hacia algunos otros animalitos de la cadena animal que no les resultan tan queribles. Además, si vamos al fondo de la cuestión vital, las plantas también son seres con vida, que nacen, se reproducen y mueren. Si se volvieran estrictos, no sé de qué podrían alimentarse.
También me han empezado a hostigar con el tema de la salud. Cuestionan los implementos culinarios que utilizo. La última es que pretenden que tire a la basura todas mis viejas tablas blancas para picar comida. Explican que despiden maliciosas fibras sintéticas, como si yo no entendiera de lo que hablan. Siguen con eso de que los nano plásticos se me irán al cerebro. Seguro, me digo, ya debo tenerlo lleno de tarjetas de crédito. Les argumento que nuestras abuelas comían trazas de aluminio de sus ollas y que ellos, lamento confesarles, tomaban mamaderas recalentadas en el maligno microondas.
Pero vayamos a lo bueno de la generación plateada que es lo que hace que todas estas diatribas encendidas me resbalen. Ya pasamos por la edad del dogmatismo y sabemos que es una afección pasajera. Los gurúes médicos de Instagram borrarán en un periquete estas tendencias con un nuevo descubrimiento científico y se acabarán los desayunos pantagruélicos de tres huevos, una palta y una banana. Yo, mientras tanto, mientras los análisis me den razonablemente bien, seguiré agarrada a mi vaso de leche con chocolate. Respecto de las modas culinarias, ¿quién no recuerda cuando la margarina vino para reemplazar a la manteca, pero resultó siendo más venenosa que la anterior? O hablemos del auge del primer teflón que ocupó el sitio del malo aluminio para después convertirse en otro aliado del mal con los PTFE (googleen esto porque es muy largo) para terminar siendo desterrado por la cerámica? Ufff. Doctrinas de época difíciles de comprobar porque nadie puede certificar realmente cuánto alargarán nuestra vida.
Al final del día, resulta que no vivís para poder vivir, si es que vivís. Porque siempre existe la posibilidad que una plancha de bife te caiga en la cabeza desde un balcón y te barra el algoritmo perfecto de lo que se debe y lo que no se debe ingerir. Resumiendo: la edad me permitió pasar de esto y ganar paz interior.
Volviendo a las libertades de pertenecer a la generación plateada, puedo confesar que la parte más entretenida de mi vocación periodística la experimenté justo antes de pisar los 60. Contra lo que cualquiera podría suponer, fue a esa edad, que se me dio lo que más me gusta: escribir.
Trabajaba en el viejo mundo del papel y con un buen cargo, editando lo que muchos consideraban entretenidísimo: moda, belleza, entrevistas de famosos, decoración, desfiles y presentaciones… Mmmmmmmm. Divierte un rato. Pero siempre cansa. Y lo mismo durante tanto tiempo termina por sacarte callos en la mente. Me sentía como un obediente border collie arriando el rebaño hacia el corral del cierre. Hoy sé que eso era lo que sentía, pero en ese entonces no tenía la menor idea.
Justo antes de pisar los 60, se me dio lo que más me gusta: escribir (Imagen Ilustrativa Infobae)Habrá sido por el 2010 que mis neuronas registraron un fenómeno movilizador: en la redacción la pila de diarios ya no las tocaba nadie y en la reunión de tapa discutíamos si los lectores entenderían dos palabritas del título: redes sociales. En poco tiempo más fue evidente: la gente viajaba en el colectivo o esperaba su turno en cualquier sitio mirando un cuadrado luminoso.
Estaba claro que el futuro rumbeaba por otro lado: la era digital lo estaba cambiando todo de raíz, a la velocidad de un misil. Con el papel íbamos derecho al témpano del Titanic. Yo misma había cambiado de hábitos: leía las noticias sin tocar un solo papel con tinta que me hiciera estornudar.
Estaba percatándome de estas novedades cuando un día cualquiera me tropecé con el portal de Infobae. Lo observé crecer y me volví fan de entrar a cada rato para ver qué pasaba en el país y el mundo. Empecé a soñar con escribir en ese planeta virtual de alcance infinito. Resulta que soñar puede ser peligrosamente sano porque, de tanto hacerlo, un día me desperté aquí, escribiendo en este medio que se ha posicionado como el más leído de habla hispana en todo el mundo. Y saben qué: tenía 56. ¿Adónde voy? A tocarle el hombro a cualquiera que pase los cincuenta, los sesenta o los setenta para avisarle que sueñe, que se mueva. Porque la edad no es un límite físico, sino todo lo contrario: es una plataforma de lanzamiento para lo que vendrá. Es un motor de empuje extraordinario que viene en bodega con una valija llamada experiencia.
Lo que se desea con fuerza provoca cambios sísmicos.
(Imagen Ilustrativa Infobae)Hay otras cosas que pasan con nosotros, los plateados. Resulta que ahora veo belleza donde antes ni miraba. Me detengo en aquello que no tenía tiempo de observar a mis 30 o a mis 40 y que, a los 20, ni siquiera me importaba. Tengo amigas que han vuelto a bordar o a tejer. Otras, hacen huertas o cocinan. Viajan con amigas, se interesan por la astrología u organizan salidas culturales antes impensadas. Es curioso porque todas se vuelcan a cosas que nada tienen que ver con sus profesiones de contadora, abogada, arquitecta o psicóloga. Supongo que a los hombres les ocurrirá algo parecido. Habría que preguntarles.
Es increíble como el cuerpo te prepara para ver más con el alma cuando, supuestamente, ves menos; para desear pisar pasto cuando tus pasos son más sosegados; para escuchar el delicioso sonido de las ranas cuando dormís menos y para saborear mejor una caminata por el sencillo hecho de que comenzaste a registrar las rodillas. Son mensajes inteligentes del esqueleto para que recuerdes que estás, aquí y ahora.
Lo que se ve escaso es lo que te provoca sed. Y bienvenida sed, porque a los 60 tenés sed de todo.
Desde que me volví adulta (evitemos lo de mayor) hice más que en los treinta años anteriores cuando corría enloquecida y de mal humor. Escribí libros y notas, conté historias, me sumergí en proyectos, tuve propuestas laborales que no acepté porque me llevaban al pasado y me convertí -un par de veces- en ghost writer. Aprendí a apreciar el contacto con los lectores que mandan mails y mensajes por las redes.
Nada de todo eso hacía antes. Esta es como otra vida después de aquella vida. Puedo escribir de madrugada y levantarme tarde sin despertador. Puedo ver un amanecer, regar plantas entre nota y nota, o boludear. Sí, boludear por las calles a horas insólitas y con amigas. Nada de todo eso podía hacer antes con horarios fijos. Aquellos fueron años alegres y desafiantes, pero sin puestas de sol y con culpas parentales. Ahora, son años alegres y desafiantes con puestas de sol y de lluvia y de viento y con hijos, nueras y yernos. Mientras sigo haciendo lo que tanto me gusta, escribir “en patas” como dice mi amiga y periodista Ana: a borbotones y descarnadamente.
La total libertad de expresión que tengo hoy no la tuve jamás. No porque estrictamente no existiera, sino más bien porque no me hubiera animado a descalzarme.
A los 60 no me interesa caerle bien al ciento por ciento de los que me rodean. Como no me caen a mí todos quienes me rodean. Lo aprendí hace bastante de un compañero de mis 20 años, pero pude ejercerlo recién en esta época plateada. Él tenía unos 30 cuando me dijo picante -en una mesa de grandes periodistas- que no podía ir por la vida gustándole a todos. Me desafió a decir lo que pensaba. No pude. Preferí callar porque, en realidad, no tenía idea de qué podía decir y, al mismo tiempo, parecer inteligente. Era la rubia tonta de colegio privado, la que vivía en barrio porteño acomodado, la de una familia sin aristas ni problemas afectivos que pudieran enriquecer un texto profundo, la dueña de una vida más de la siempre vilipendiada clase media. Todo eso era un poco cierto. Me tallaba la ausencia de dramas y de miserias. Hoy me tendría cierta piedad y diría que solo me faltaba vivir bastante más. Fue viviendo que aprendí lo que Sergio, así se llamaba el periodista y me reservo el apellido porque es medianamente conocido, me había querido decir.
Se lo agradezco.
El tema de la estética jaquea un poco a los silver. El paso del tiempo suele ser un tema. El escote arrugado como un ramillete de flores, la papada que nace un día sin previo aviso, los brazos que se desmoronan, las rodillas que se pliegan sobre sí, las cejas que se borran, los párpados que se vuelven toldos para la vista… ¿Quieren que siga? La lista podría ser infinita.
Reconozco que me tapo las canas por mandato materno y que no me preocupan los tres kilos que se me enroscan en el esqueleto volviéndolo mullido y querendón. Ah, de este tema prohibido hablar… ¡no se habla de los cuerpos! Pecado. Tenemos que ser ciegos y mudos. ¿Alguien cree de verdad que por no hablar los temas desaparecen como por arte de magia? ¿Que al dolape de la playa lo ves con melena afro si lo enfocás con las cataratas incipientes? ¿O que las panzas al sol podés confundirlas con la línea de las olas? Si quieren finjamos demencia, pero lo que habita en la cabeza está ahí, aunque practiquemos la autocensura.
El tema de la estética jaquea a los silver (Imagen Ilustrativa Infobae)Propongo en cambio que empecemos a reírnos con ganas de lo que no podemos cambiar. Es solo cuestión de actitud. Además, las arrugas tienen mucha onda; es un cache eso de andar estiradas como un vidrio.
La pasión por el sol, por el aire y por engullir la vida deja marcas claras. Bienvenidas huellas de la alegría.
Es el tema relaciones humanas lo más potente de esta brillante etapa. Reconozco que cada vez me gusta más la gente visceral. Los que no se esconden e incluso los carajeados que sueltan frases incómodas. Me he vuelto más impaciente con la tibieza. ¿Para qué dar vueltas si el mejor camino es el que va derecho? Puedo putear, reírme fuerte, hablar demasiado y poner a todo volumen a Imagine Dragons, (entre paréntesis ¡qué bombón ese Dan Reynolds!) o al viejo y querido José Luis Perales.
Libre. Como la banderita de los viejos taxis. Libre de pensar, de hacer, de escuchar, de decir.
Sin jorobar a nadie claro.
Convengamos que ya no me interesa especialmente que me crean buena y que me tengan por empática. Soy buena, pero también puedo ser un poco perra. Los eternamente bondadosos me generan cierta desconfianza y mucho sopor. Los hipersensibles también me agotan. Empática siempre, pero muchas veces me lo guardo. Porque con los años aprendí que la armadura hace falta para no ofrecer el flanco más débil a los abusadores de empatía que te chupan la energía como vampiros.
Los 60 me enseñaron a que no vale la pena esmerarse para ser quién no sos, sí para ser quién sos. Los años te disciplinan y te revolucionan al mismo tiempo, sobre todo si te guía la curiosidad extrema y no te dejás puestas las pantuflas ni arrastrás los pies.
Las décadas me han vuelto paciente con la urgencias de las tonterías e impaciente con los dramas exagerados. El optimismo me acompaña, no es un mérito sino algo con lo que vine, venía atado con la cincha al recado de mi caballo en mi infancia salvaje. Creo que de eso es de lo que quisiera hablar en mi próximo libro. De unos atajos que llevo escritos en la piel a pura flecha de indio y de tocs infantiles y demás yerbas. Veremos qué pinta.
Lo más importante de los 60 es que he perdido todo temor al ridículo. A no confundir esto con un incipiente desgaste neuronal. Nada de eso. Una rejilla en la heladera; una cubetera en el armario de las tazas; el eterno extravío del celular en modo silencio o los cambios de parientes hasta dar con el correcto, solo me provocan carcajadas. No temores. Si le ponemos humor, de los ridículos cotidianos salimos con más risa. No pasa nada, todo pasa. Diría mi padre. Es tan cierto. Hay que seguir andando porque como enarbolaba mi abuela “lo que no se usa se oxida”. Una entrevistada, una loca linda muy joven que decidió seguir jugando al hockey con un casco en la cabeza a pesar del riesgo médico de morir por un bochazo, me dijo: … la vida son dos días. Vaya a saber quién fue el primero que acertó con el refrán. A mí me lo enseñó ella, con 28 años: dos días. A ver si entendemos.
La generación silver somos los que sabemos de éxitos y de fracasos. Somos los que estamos curtidos a fuerza de disgustos y por ello podemos reaccionar con una carcajada destemplada sin correr el riesgo de ser catalogados como desubicados. Los plateados somos lo que toda sociedad necesita cuando el mundo se resfría fiero. Y se resfría seguido.
Solo tenemos que estar listos para “no dejar entrar al viejo” como dijo Clint Eastwood, ni permitirnos lamentos. Hay que ir con paso decidido, como si la cintura no irradiara molestias y no le faltara aceite a nuestras coyunturas.
A la sangre hirviente de la juventud la doma la vida que nos deja con las venas tibias para continuar el viaje. Con sol, con música, con baile, con charlas tontas y profundas con amigos del alma y con un poco de impunidad. Yo, al menos, ando con la cabeza que me estalla de proyectos, llevo el músculo del corazón batiendo a todo trapo y me impulsan dardos en los pies.
Ahora sí, siendo las 3 y pico de la mañana, me voy a dormir porque quiero disfrutar de mi sábado. Porque antes de continuar con mi lectura -por si les interesa leer, estoy con Maniobras de Evasión, de Pedro Mairal, me encanta su pronto desenfadado y sus miradas crudas- voy a tener que evitar que las hormigas culonas se coman mis rosas Iceberg que han florecido como nunca.
hace 11 horas
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