
A mediados de mayo de 2025, tuve la oportunidad de viajar a Bogotá, Colombia, para dar conferencias en la Escuela Superior de Guerra y en la Universidad Militar Nueva Granada, e interactuar con altos mandos del sector de seguridad y defensa sobre los desafíos que enfrenta el país. Este viaje fue particularmente significativo para mí, dado que mi trabajo sobre temas de seguridad en América Latina desde finales de los años noventa ha coincidido con la transformación de Colombia: de ser un país con una gobernabilidad al borde del colapso por el azote combinado del narcotráfico y la violencia guerrillera, a convertirse en el mayor caso de éxito en materia de seguridad en la región, socio clave de Estados Unidos y exportador de seguridad a sus vecinos.
El éxito dramático de Colombia durante ese período hace aún más trágicos los retrocesos de la última década, impulsados por un acuerdo fallido con las FARC, las conmociones socioeconómicas provocadas por la pandemia de COVID-19 y los desastrosos esfuerzos por alcanzar una “paz total” del actual gobierno de Gustavo Petro. Mi visita coincidió con una oleada de asesinatos selectivos, denominados “Plan Pistola”, en referencia a la estrategia de asesinatos como herramienta de terror empleada en los años noventa por el narcotraficante Pablo Escobar contra el Estado. Hasta mayo de 2025, el Plan Pistola había cobrado la vida de 27 agentes de policía y funcionarios de seguridad en todo el país. En los últimos meses, además, se ha registrado una oleada de ataques con granadas de mano en Bogotá.
Más allá de estos actos de “terrorismo”, el secuestro ha resurgido como amenaza en Colombia, con 131 casos reportados en los primeros cuatro meses de 2025, lo que evoca los tiempos oscuros en los que los colombianos temían salir de las zonas urbanas por miedo a ser secuestrados por guerrilleros que montaban retenes a plena luz del día en las afueras de la capital y en otras regiones, en lo que se conocía como “pesca milagrosa”, con la esperanza de capturar a ciudadanos pudientes y exigir un rescate.
Como en los años noventa, Colombia enfrenta nuevamente una explosión en la producción de drogas, que aumentó un 53 % entre 2023 y 2024, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). Los ingresos generados por esta economía ilícita en rápida expansión están corrompiendo las instituciones colombianas. Al mismo tiempo, el país está asediado por un número creciente de grupos armados, cuyas actividades delictivas diversas han socavado gravemente la seguridad ciudadana, limitado el control estatal y obstaculizado la actividad económica en vastas regiones.
Colombia también atraviesa una situación de parálisis y polarización política, agravada por luchas internas y múltiples escándalos de corrupción que involucran al presidente Petro y a su movimiento “Pacto Histórico”. En el plano internacional, el país sufre las consecuencias de tarifas significativamente más altas impuestas a sus productos por Estados Unidos, así como sanciones severas tras negarse a recibir vuelos de deportación con ciudadanos colombianos. Varios altos funcionarios colombianos con los que hablé manifestaron su preocupación por una posible “descertificación” por parte de Estados Unidos en la lucha antidrogas, una decisión que podría derivar en el cese devastador del apoyo en materia de seguridad por parte de Washington.
“Mi impresión más significativa y preocupante tras esta visita es que esta nación, con tanto talento educativo y creatividad, se encuentra nuevamente en una espiral descendente cuyo fondo aún no se vislumbra”.

Las políticas del gobierno de Gustavo Petro habrían acelerado el deterioro de la situación de seguridad en Colombia, una crisis que ya se venía gestando desde los acuerdos de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Dichos acuerdos, rechazados por los colombianos en un plebiscito nacional pero luego levemente modificados e implementados por el gobierno de Juan Manuel Santos sin una nueva consulta popular, provocaron dos efectos perjudiciales: en primer lugar, fomentaron un auge en la producción de coca, que durante dos décadas había sido reducida con esfuerzo, especialmente tras la suspensión estatal de las fumigaciones aéreas en 2015 por razones ambientales y de salud. Al implementarse el acuerdo con las FARC, muchos colombianos creyeron que al sembrar coca serían luego compensados por el Estado para retirarla de producción.
Paralelamente, la desmovilización de las FARC, que en el papel incluía su desarme y posterior disolución como fuerza armada, en la práctica fue incompleta y no definitiva. El Estado colombiano no estaba en condiciones de evitar que otros grupos compitieran por controlar los territorios que las FARC estaban abandonando. Algunos frentes de las FARC involucrados en actividades ilícitas —los llamados “disidentes”— continuaron operando, financiándose mediante la producción de coca, y fueron acompañados por otros desmovilizados que no lograron reinsertarse laboralmente o que se mostraron insatisfechos con su situación posterior al acuerdo. Algunos líderes, como Iván Márquez y Jesús Santrich, inicialmente se sumaron al proceso, pero luego lo abandonaron y regresaron al conflicto armado bajo la bandera de la “Segunda Marquetalia”. Otros excombatientes, antes o después de desmovilizarse formalmente, se unieron al Ejército de Liberación Nacional (ELN) o a grupos armados organizados (GAO), siendo el más grande de ellos los Urabeños, también conocidos como el Clan del Golfo.
A estos problemas se sumó el fracaso del Estado para cumplir con promesas poco realistas de infraestructura y desarrollo económico en las zonas donde operaban las FARC, para proporcionar una justicia transicional que satisficiera tanto a los excombatientes como a sus víctimas, para garantizar la seguridad de los desmovilizados y de los líderes comunitarios ante represalias, o para facilitar una participación política efectiva que respondiera a las expectativas de los exguerrilleros.
Nunca hubo una “paz” verdadera en Colombia tras los acuerdos de 2016. Lo que ocurrió, como ya había pasado tras los defectuosos acuerdos con grupos paramilitares entre 2003 y 2006, fue una escalada de actividades ilícitas y violencia, a medida que diversas organizaciones criminales e ideológicas —algunas debilitadas y otras fortalecidas— emprendieron nuevas disputas por el control de los territorios parcialmente abandonados por las FARC.

Como si las dificultades no fueran suficientes, los incentivos para unirse a grupos armados o participar en economías ilegales aumentaron debido al impacto económico y social negativo de la pandemia de COVID-19, que además distrajo a las fuerzas de seguridad del Estado, imponiéndoles nuevas tareas y reduciendo los recursos disponibles para combatir a los grupos armados. Esa crisis, junto con la falsa sensación de seguridad que generó el acuerdo de 2016, contribuyó a la elección del exguerrillero del M-19, Gustavo Petro, como presidente de Colombia.
La estrategia de seguridad de Petro incluyó la suspensión casi total de la erradicación forzada de cultivos de coca y de las acciones contra los pequeños productores. También buscó ampliar los acuerdos de paz de las FARC a casi todos los actores armados no estatales, incluyendo grupos de origen ideológico como los disidentes de las FARC —entre ellos el Estado Mayor Conjunto (EMC) y la Segunda Marquetalia—, el ELN, así como también actores más puramente criminales como el Clan del Golfo, que intentaron presentarse como grupo político bajo el nombre de Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), e incluso pandillas urbanas.
El enfoque de Petro llevó a negociaciones simultáneas con nueve organizaciones distintas y a una sucesión de ceses al fuego que variaban constantemente para permitir las conversaciones. Estos ceses al fuego se rompían casi siempre debido a violaciones por parte de alguno de los bandos, o a la fragmentación de los grupos entre quienes estaban dispuestos a negociar y quienes no. Por ejemplo, las negociaciones con los disidentes de las FARC derivaron en una división entre las conversaciones con el EMC, liderado por Iván Mordisco, y el Bloque Jorge Briceño (Calarcá), encabezado por Calarca Córdoba, que rechazó el diálogo y ha crecido en número al continuar combatiendo.
En algunas regiones, los compromisos del Estado con un grupo han limitado la actuación de las fuerzas de seguridad, aunque otros grupos criminales no sujetos a esos acuerdos siguen desarrollando actividades ilícitas o militares en esas zonas.
A esto se añade que, al asumir el poder, el gobierno de Petro retiró de sus funciones a 52 generales de la policía y las fuerzas armadas, promoviendo a oficiales de su confianza para liderar las instituciones de seguridad. En el proceso, obligó al retiro de muchos líderes experimentados por acusaciones no probadas de violaciones de derechos humanos u otras faltas.
La salida masiva de mandos fue acompañada por directivas que restringieron severamente el accionar de las fuerzas armadas, como la prohibición de bombardeos aéreos en zonas donde pudiera haber menores —algo prácticamente imposible de descartar.
El resultado de esta combinación de políticas y decisiones fue una seria degradación de la capacidad operativa de las fuerzas de seguridad frente a los grupos armados.

Como se ha señalado anteriormente, Colombia sigue siendo la principal fuente de cocaína producida en la región para los mercados de EEUU y Europa, aunque la minería ilegal y otras actividades ilícitas también representan un problema considerable. En 2024, las autoridades colombianas incautaron casi 280 toneladas métricas de cocaína, más que cualquier otro país del continente americano.
Además, el uso del territorio y los puertos de Ecuador para exportar cocaína producida en Colombia y realizar otras operaciones ha sido el principal motor del aumento sin precedentes de la violencia por parte de grupos armados en esa nación en los últimos años. Ecuador ocupó en 2024 el segundo lugar en incautaciones de cocaína en el hemisferio, con 252 toneladas métricas decomisadas.
Otra capacidad preocupante de los grupos criminales en Colombia es el uso de narcosubmarinos y embarcaciones de baja detección para transportar drogas. Una parte significativa de los 240 narcosubmarinos sofisticados interceptados mientras se preparaban o realizaban travesías oceánicas fue construida o lanzada desde instalaciones en Colombia, principalmente en su costa pacífica.
En cuanto a los grupos armados, sus motivaciones son tanto criminales como ideológicas, aunque su tamaño y composición han variado. Entre 2022 y 2024, su fuerza creció en un 20%, y su tamaño actual es similar al que tenían cuando las FARC comenzaron a desmovilizarse en 2016.
Expertos en seguridad en Colombia identifican 17 grandes grupos armados, aunque el número varía según los criterios utilizados. Entre ellos, el Clan del Golfo (también conocido como los Urabeños o Autodefensas Gaitanistas de Colombia, AGC) es el grupo más grande, con 7.015 miembros. Le sigue el ELN, con 6.012 miembros, incluyendo sus frentes semi-autónomos. La disidencia de las FARC, Estado Mayor Conjunto (EMC), compuesta principalmente por el antiguo Frente 33, cuenta con 2.957 miembros. El grupo Calarcá, surgido de una escisión del EMC por negarse a negociar con el gobierno, tiene actualmente 2.170 miembros, y la Segunda Marquetalia, el menor de los grandes grupos, suma 2.059 integrantes.
La situación de seguridad en Colombia se caracteriza por conflictos múltiples e interrelacionados, marcados por oportunidades criminales específicas y realidades geográficas diversas.

Catatumbo. En la frontera con Venezuela, el conflicto en Catatumbo enfrenta al ELN con las disidencias de las FARC (EMC). Durante años, el ELN operó en el lado venezolano con el beneplácito de los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, beneficiándose de un santuario que facilitó el acceso al oro en la cuenca del Orinoco. En cambio, aunque también operaban allí los frentes 10, 28 y 33 de las FARC, el régimen venezolano mostró preferencia por el ELN. En 2022, el régimen de Maduro lanzó operaciones directas en Apure contra elementos de las FARC, forzando su repliegue.
En enero de 2025, un posible robo de droga por parte de las FARC al ELN desató una ofensiva del Frente Norte del ELN contra el Frente 33 del EMC. Se registraron al menos 29 enfrentamientos, dejando 80 muertos y más de 50.000 desplazados, según estimaciones de la ONU. Actualmente, el Frente 33, debilitado, está en negociaciones con el gobierno colombiano y ha acordado concentrarse en una Zona de Ubicación Temporal (ZUT), lo que podría ser un intento de reagruparse.
Llanos Orientales. En los remotos llanos orientales, fronterizos con Venezuela y Brasil, se libra otro conflicto, esta vez entre facciones disidentes de las FARC: EMC y Calarcá, por el control de rutas de droga hacia Europa a través del Amazonas. Ríos como el Guainía, Vaupés, Caquetá y Putumayo conectan con la cuenca amazónica y permiten el tráfico de cocaína, marihuana tipo creepy, oro, coltán y otros bienes ilícitos. Estos grupos colaboran con bandas brasileñas como el Primer Comando de la Capital (PCC) y el Comando Vermelho (CV). Aunque el ELN tiene cierta presencia en la zona a través del Frente José Daniel Pérez Carrero, sus intentos por expandirse hacia el sudeste han fracasado. En 2025, los enfrentamientos se concentraron cerca de Calamar (Guaviare) y Puerto Lleras (Meta).
Chocó. En el Chocó, el Clan del Golfo (AGC), liderado por "Chiquito Malo“, se enfrenta al Frente de Guerra Occidental del ELN, que lucha por mantener el control de San Juan, al sur del departamento. El AGC, con base en Antioquia, cuenta con una alianza temporal con el EMC, que amenaza al ELN desde el Valle del Cauca. La violencia ha desplazado a 3.500 personas. El Ejército colombiano desplegó 3.600 soldados para enfrentar la situación. El AGC busca ahora expandirse a Córdoba, el sur de Bolívar, y eventualmente confrontar al EMC.
Cauca. En el Cauca, el conflicto gira en torno al control del terreno estratégico que conecta el Pacífico con el interior del país y el Amazonas brasileño. La disputa principal enfrenta al ELN (Frente José María Becerra) y al EMC, aunque este último también se enfrenta a una facción disidente, el Frente 57 "Yair Bermúdez“, que intenta expandirse por los valles del norte. En marzo de 2025, el EMC captó la atención nacional al emboscar y capturar a 29 soldados colombianos. También se han reportado presencias del AGC y la Segunda Marquetalia.
Nariño y Putumayo. En el sur de Colombia, los departamentos de Nariño y Putumayo, limítrofes con Ecuador, son vitales por su acceso al Pacífico, la selva amazónica y rutas hacia Europa. Los principales actores son el Comando de la Frontera (escisión del Frente 48 de las FARC) y el Frente Carolina Ramírez. En mayo de 2025, el Comando de la Frontera mató a 11 soldados ecuatorianos en una emboscada, lo que provocó una fuerte respuesta militar de Ecuador.
En Nariño, donde confluyen la frontera con Ecuador y el litoral Pacífico, operan el ELN, su escisión Comuneros del Sur (en negociaciones de paz), la Segunda Marquetalia y el EMC. En ocasiones, los carteles cruzan desde Ecuador, operan en Nariño y regresan al país vecino. Esta región también presenta la mayor concentración de narcosubmarinos detectados.
Más allá de los conflictos regionales, como en otras partes del continente, el uso de drones comerciales adaptados para vigilancia y ataques —especialmente de marcas chinas como DJI y Mavic— por parte de grupos armados como el AGC representa una amenaza creciente. Un soldado colombiano murió en Catatumbo a causa de un ataque con dron del ELN.
Finalmente, la presencia de más de tres millones de migrantes venezolanos, equivalentes al 6% de la población colombiana, sigue ejerciendo presión sobre los servicios sociales del país. Esta migración también ha sido aprovechada por bandas como el Tren de Aragua, que explotan a los migrantes mediante prostitución y otras actividades ilícitas, y emplean la violencia para controlar territorios criminales.

Como se señaló anteriormente, la capacidad de las fuerzas de seguridad de Colombia para responder al desafío actual ha sido severamente limitada por factores de política, institucionales y de recursos. No obstante, las fuerzas de seguridad del país siguen estando entre las más capacitadas, innovadoras y profesionales de la región, y están trabajando para adaptarse al desafío e incorporar nuevas capacidades con la ayuda de Estados Unidos y otros socios.
Como ya se indicó, el presidente Gustavo Petro, a través de su negociador de paz y exguerrillero del M-19 Otty Patiño, está actualmente en conversaciones con nueve de los principales grupos armados del país, además de buscar diálogos con bandas urbanas.
A pesar de la grave situación de seguridad y de los recursos limitados de sus organizaciones militares y policiales, el primer ministro de Defensa de Petro, Iván Velásquez, respondió al llamado del Presidente para que cada ministerio nacional recortara gastos devolviendo 800 mil millones de pesos (alrededor de 200 millones de dólares) que estaban presupuestados para necesidades de defensa.
Pese a la incomodidad que genera Velásquez entre muchos oficiales de seguridad colombianos, el actual ministro de Defensa, el general retirado Pedro Sánchez —piloto de helicóptero con más de 6.600 horas de vuelo— es ampliamente respetado por las personas entrevistadas para este trabajo. Es considerado un líder militar competente, habiendo dirigido el Comando Conjunto de Operaciones Especiales (CCOE) y posteriormente la Fuerza Aérea Colombiana.
Debido a una combinación de limitaciones de recursos y otros factores, la movilidad aérea —que en su momento fue resuelta con una masiva incorporación de helicópteros estadounidenses— está volviendo a ser un problema significativo. De los 20 helicópteros rusos Mi-17 envejecidos con los que cuenta Colombia, las sanciones impuestas tras la invasión rusa de Ucrania han dificultado el mantenimiento a nivel de depósito y otros servicios, con el resultado de que solo tres o cuatro de estas aeronaves están aún operativas.
La falta de recursos para mantenimiento también ha afectado la disponibilidad operativa de los helicópteros estadounidenses UH-1 “Iroquois”. De un estimado de 64 helicópteros de este tipo recibidos de Estados Unidos, solo unos 15 a 19 estarían actualmente en funcionamiento. Esto ha obligado a algunas unidades colombianas a utilizar costosos y sofisticados helicópteros H-60 “Blackhawk” para operaciones de transporte, lo que acelera el desgaste de su vida útil y genera problemas a futuro.
Los recursos también han deteriorado significativamente las capacidades de Inteligencia, Vigilancia y Reconocimiento (ISR) de Colombia, que actualmente operan al 30-40% de su capacidad de hace apenas unos años, según un experto en seguridad colombiano consultado para este informe. El deterioro incluye una menor disponibilidad de medios aéreos por los recortes presupuestarios en mantenimiento y combustible, agravado por la pérdida del apoyo de activos estadounidenses que habían sido proporcionados durante el periodo del Plan Colombia. La Fuerza Aérea Colombiana sigue contando con vehículos aéreos no tripulados medianos “Scan Eagle” previamente suministrados por Estados Unidos, pero carece del respaldo de los UAV MQ-9 “Global Hawk” de gran tamaño y larga duración que también había recibido anteriormente de ese país.
Colombia también ha sufrido una significativa degradación de sus capacidades cibernéticas y de otros tipos tras la pérdida del apoyo que antes le brindaba Israel, luego de la decisión de Petro en mayo de 2024 de romper relaciones diplomáticas con ese gobierno por el conflicto en Gaza.
A pesar de los graves desafíos, en 2024 el nivel de homicidios cayó modestamente a 25,4 por cada 100.000 habitantes, un descenso del 1,9% con respecto al año anterior.

La deteriorada situación de seguridad en Colombia se ve agravada por una parálisis política. La agenda legislativa del presidente Gustavo Petro está, en la práctica, congelada, y el mandatario se ha convertido más en un impulsor de la protesta social que en un líder activo dentro de su propio país.
Cuando su propuesta de reforma laboral no logró ser aprobada en el Congreso, Petro impulsó un costoso referéndum nacional sobre el tema. Ante el fracaso de esa iniciativa, convocó a protestas a nivel nacional y ordenó a la policía y al ejército que no intervinieran. Esta decisión despertó inquietudes, ya que se interpretó como un posible llamado a la acción que podría generar alteraciones económicas y daños a la propiedad, al mismo tiempo que impedía a las autoridades cumplir con su deber de proteger a los colombianos.
A la parálisis legislativa se suma el caos dentro del gabinete presidencial. En febrero de 2025, una controvertida decisión de Petro de transmitir en vivo las reuniones del gabinete derivó en sesiones donde varios ministros discreparon públicamente entre sí y con el mandatario. Esto llevó al presidente a pedir la renuncia de los miembros del gabinete, una reestructuración que aún no se ha resuelto del todo. Entre los cambios más controvertidos, Petro reinstaló a Sergio Benedetti como ministro del Interior. Benedetti ha estado envuelto en escándalos que van desde el consumo de cocaína captado en video hasta acusaciones de violencia doméstica. Su regreso al gabinete profundizó las divisiones internas y alimentó especulaciones públicas de que Benedetti podría poseer información comprometedora que utilizaría para chantajear al presidente.
La situación se agravó en mayo de 2025, cuando los presidentes del Senado y de la Cámara de Representantes fueron detenidos por aceptar sobornos de funcionarios del gobierno a cambio de apoyar la agenda legislativa de Petro. Esta práctica, conocida en Colombia como la “mermelada”, habría sido canalizada esta vez a través de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Algunos de los implicados están cooperando con las autoridades, lo que podría derivar en cargos contra decenas de congresistas y funcionarios, e incluso contra el propio presidente Petro.
Este escándalo se suma a otros casos que han debilitado el apoyo popular al mandatario, entre ellos, la investigación por haber recibido dinero de narcotraficantes, a través de su hijo Nicolás, para financiar su campaña presidencial. Asimismo, el presunto consumo de alcohol y drogas ilícitas por parte del presidente ha sido tema de discusión pública, especialmente tras las acusaciones de su exministro de Relaciones Exteriores y negociador de paz, Álvaro Leyva, quien afirmó que Petro estaba tan incapacitado por el consumo de sustancias durante un viaje oficial a París que hubo que cancelar reuniones diplomáticas durante dos días.
A pesar de todas estas dificultades, el presidente Petro mantiene un núcleo de apoyo del 30% en las encuestas. Muchos de los colombianos consultados anticipan un año de estancamiento tanto en lo político como en lo securitario, hasta las elecciones nacionales de mayo de 2026. La esperanza de muchos es evitar una “descertificación” por parte de Estados Unidos, así como nuevos aranceles o sanciones económicas que agraven aún más la crisis del país. Por ahora, el panorama electoral está completamente abierto, con figuras de la derecha como María Fernanda Cabal, Miguel Uribe y Álvaro Uribe, así como la periodista Vicky Dávila en el extremo de ese espectro. Por la izquierda, se perfilan como posibles candidatos el exministro Gustavo Bolívar, María José Pizarro, Daniel Quintero e Iván Cepeda.
Muchos de los entrevistados coincidieron en que Colombia necesita con urgencia un candidato responsable, decente y técnicamente competente, aunque el clima político actual no parece propicio para que alguien con ese perfil sea electo.
Las preocupaciones en torno a la crisis política y de seguridad en Colombia van más allá de la tragedia que representa para su población. El país es un proveedor clave de cocaína y otras drogas ilícitas tanto para los mercados de Estados Unidos como de Europa. Su ubicación estratégica, entre los océanos Atlántico y Pacífico, con influencia en el Caribe y conexión directa entre Sudamérica y Centroamérica, lo convierte en un territorio clave para el flujo de migrantes procedentes de Venezuela, Ecuador y el Caribe hacia Estados Unidos a través del Tapón del Darién, así como en un punto neurálgico para la seguridad del Canal de Panamá. Estas consideraciones estratégicas explican la importante inversión de Estados Unidos en la lucha contra las drogas y otras amenazas a la estabilidad colombiana bajo el marco del Plan Colombia. Hoy, esa inversión sigue siendo un motivo fundamental para que Washington no permita que los avances logrados en Colombia se pierdan.
* Evan Ellis es Profesor de Investigación sobre América Latina en la Escuela de Guerra del Ejército de Estados Unidos. Las opiniones expresadas en este trabajo son estrictamente suyas.