
En la década de los 50, la rockola se consolidó como símbolo de la cultura popular en Estados Unidos, transformando la forma de escuchar música en espacios públicos y marcando a toda una generación. Detrás de su imagen reluciente y la promesa de entretenimiento directo, existía una red de intereses que abarcaba desde pioneros tecnológicos hasta figuras del crimen organizado, según Smithsonian Magazine.
El inicio de la rockola se remonta a 1889, cuando en el Palais Royale de San Francisco se instaló un fonógrafo de Edison adaptado, operado con monedas. Ante la ausencia de amplificación eléctrica, los usuarios escuchaban la música a través de tubos similares a un estetoscopio, que debían desinfectar después de cada uso.
Pese a lo rudimentario del sistema, la máquina recaudó más de USD 1.000 en menos de seis meses, equivalentes a unos USD 34.000 actuales, de acuerdo con Smithsonian Magazine. Su éxito dio paso a la proliferación de estos dispositivos en bares, farmacias y salones, aunque la baja calidad sonora restringía el repertorio a marchas y canciones populares fácilmente reconocibles.

La llegada del siglo XX introdujo una competencia feroz de los pianos automáticos y otros instrumentos mecánicos capaces de ambientar locales con mejor sonido. Sin embargo, el verdadero resurgimiento de la rockola ocurrió en los años 20, gracias a los avances en reproducción de discos y amplificación. En 1927, la Automatic Musical Instrument Company presentó el primer fonógrafo automático de monedas con selección múltiple y amplificación eléctrica. El término “jukebox” se popularizó en los 30, inspirado en los “juke joints” afroamericanos del sur.
Estas máquinas ofrecían música a demanda a bajo coste y con calidad superior a la de la mayoría de los equipos domésticos, impulsando la producción de temas pensados para bares y cafeterías. Glenn Miller y otros artistas de big band se convirtieron en referentes nacionales gracias a este fenómeno. Además, la rockola impulsó géneros como el country, el R&B y el rock and roll, permitiendo que canciones y músicos tradicionalmente excluidos de la radio llegaran a un público nuevo y entusiasta.
Durante la Segunda Guerra Mundial, se contaban unas 500.000 rockolas distribuidas por el país, según Smithsonian Magazine. Si bien la prensa señalaba disputas y quejas por el ruido, estos aparatos supieron ganarse un lugar en la vida patriótica animando bases militares y cantinas, muchas veces de manera gratuita para los soldados. Un anuncio de 1944 afirmaba: “Ni siquiera la cacofonía de la guerra puede opacar el poder mágico de la música del fonógrafo automático Wurlitzer”.
Al mismo tiempo, Wurlitzer adaptó sus fábricas para producir armamento militar. Al terminar el conflicto, modelos icónicos como el Wurlitzer “Bubbler” de 1946, con su frente decorado por tubos de burbujas, se convirtieron en el corazón de cafeterías juveniles, permitiendo a los adolescentes experimentar el rock and roll a volúmenes inéditos en casa.

La forma en que las rockolas transformaron la industria musical fue profunda. Los operadores, al actualizar frecuentemente la selección de discos para atraer clientes, incidirían directamente en las listas de éxitos y el destino de los artistas.
Los medidores internos de reproducción ayudaban a identificar las canciones más solicitadas en cada local, facilitando una programación adaptada tanto a tendencias nacionales como regionales. De ese modo, géneros y músicos sin espacio en la radio tradicional encontraban una audiencia más amplia, ampliando el panorama musical accesible y consolidando la rockola como un verdadero motor cultural.
El propio funcionamiento dinámico de la rockola inspiró el formato Top 40 de la radio, sustituyendo los antiguos programas de repertorio fijo. La dinámica de selección y el acceso a la música popularizaron canciones y artistas marginales, modificando las reglas del negocio y potenciando el fenómeno de los grandes éxitos.

La rentabilidad de la rockola no pasó desapercibida para el crimen organizado. Como destaca Smithsonian Magazine, la administración basada en efectivo y la manipulación sencilla de registros fomentaron la evasión fiscal y el lavado de dinero.
Desde los años 40, mafiosos como Meyer Lansky idearon sistemas para comprar todas las rockolas de una zona y alquilarlas a los comercios, quedándose con al menos el 50% de las ganancias. El control del crimen organizado se extendía también a discográficas y contratos artísticos, decidiendo qué canciones llegarían al público y quién triunfaría. Jake “Greasy Thumb” Guzik, figura de la Chicago Outfit, llegó a manejar unas 100.000 de las 500.000 rockolas de Estados Unidos en la década de los 50, generando millones de dólares al año.
La violencia resultaba inherente al negocio: según un ejecutivo de Wurlitzer ante el Senado en 1959, las palizas, explosiones y asesinatos se consideraban contingencias del sector. Los dueños que se resistían veían sus aparatos destruidos y los distribuidores no alineados sufrían represalias letales.

Las décadas posteriores trajeron el declive de la rockola a manos de la alta fidelidad doméstica, la televisión y la radio portátil. En 1982, Associated Press señaló que el número de rockolas en Estados Unidos había caído a menos de la mitad en relación con los años 50, mientras los videojuegos ocupaban el centro del entretenimiento a monedas.
Pese a esto, muchas rockolas, ahora digitales, permanecen en bares y restaurantes, y la posibilidad de elegir música grabada en espacios públicos se volvió omnipresente. Incluso en 2018, el influjo de la mafia persistía: un presunto mafioso fue asesinado por orden de su propio hijo, quien buscaba controlar el negocio familiar en Nueva York; el cortejo fúnebre incluyó una rockola floral.
Hoy, la huella de la rockola permanece latente en la manera en que la sociedad elige y disfruta la música, recordando que la escucha colectiva y personalizada nació de aquellas máquinas que, entre luces y melodías, cambiaron para siempre el sonido de la vida pública.