
En una noche vibrante de abril, bajo los focos del Westpark de Múnich y ante 5.000 espectadores, Pascal Schroth alzó los puños por última vez. No fue simplemente una victoria por nocaut contra el austriaco Karl Proderutti en el tercer asalto. Fue el cierre perfecto para una vida construida entre combates, resistencia y redención. Schroth se coronó por décima vez campeón mundial de kickboxing poniendo punto final a una carrera que desafió los límites físicos, emocionales y espirituales, según publicó Der Spiegel.
Nacido en uno de los distritos más empobrecidos de Alemania, Bremerhaven-Lehe, Schroth creció en un entorno hostil. Criado por una madre soltera que trabajaba como enfermera y camarera, y sometido a violencia doméstica, encontró refugio en las calles, el alcohol y el tabaco desde temprana edad.
Fue un novio estadounidense de su madre quien lo introdujo al mundo de las artes marciales, llevándolo por primera vez a un gimnasio que, según recuerda, le cautivó de inmediato.
Dejó de fumar, se trasladó a vivir con sus abuelos y entrenó sin descanso, aunque nadie creyera en su sueño de convertirse en profesional. A los 18 años no celebró su cumpleaños: prefirió encerrarse a ver combates de kickboxing.

Desesperado, sin estudios ni futuro, Schroth tomó una decisión radical: voló a Bangkok con sus últimos ahorros y sin billete de regreso. Vivió en condiciones precarias, mezclando huevos crudos con gaseosas ante la imposibilidad de pagar suplementos. “En algún momento los nervios mueren”, le decían los tailandeses entre risas.
Pese a las dificultades, triunfó. Peleó por toda Asia, a menudo financiando sus propios vuelos. En 2016 ganó la Copa del Rey en Tailandia, uno de los torneos más prestigiosos del boxeo tailandés, y comenzó a ser reconocido por los taxistas de Bangkok como “el alemán”.
Todo cambió en octubre de 2018. Durante un combate en China, su oponente ejecutó una maniobra ilegal: lo levantó por la cintura y lo arrojó de cabeza contra el suelo. La acción, conocida como spiking, está prohibida. Schroth sintió un crujido en el cuello y quedó inmóvil. La quinta vértebra cervical estaba fracturada en dos partes. Podría haber quedado paralizado o muerto.
Pasó tres días en una cama de hospital chino sin recibir explicaciones médicas claras. Fue su esposa, Aldis, quien lo cuidó en el proceso de rehabilitación, cocinándole, duchándolo y sosteniéndolo cuando lloraba en silencio. Una campaña de recaudación online, iniciada por un amigo, le permitió cubrir los costos del tratamiento y salvar su carrera.

Decidido a no rendirse, Schroth se internó en un monasterio budista cerca de Camboya. Entregó su teléfono, se afeitó la cabeza y vistió la túnica naranja. En el silencio, dice, encontró la respuesta: “Sin luchar, no era yo mismo”. Apenas seis meses después de la lesión, volvió a entrenar.
Pese a las advertencias médicas, regresó al ring en 2019 gracias al entrenador Mladen Steko, quien organizó para él una pelea por el título mundial. Ganó. Schroth había vencido a su oponente, y a la sombra del miedo y la duda.
Tras la pandemia, se trasladó con su familia a Ko Phangan, donde construyó un campo de entrenamiento con infraestructura de primer nivel. Su esposa, Aldis, fue clave para materializar el proyecto. Schroth entrenó a actores como Benno Fürmann y raperos como Marteria, además de atletas profesionales e influencers.
Pero ser empresario, entrenador, padre y luchador comenzó a pasar factura. Exigido por la gestión del negocio y el cuidado de su familia, decidió retirarse. Su última pelea fue una especie de exorcismo simbólico: regresó a China en 2024 para cerrar el ciclo del trauma que casi lo destruye.
El 80º combate de su carrera se convirtió en un espectáculo. Schroth no dejó espacio a la especulación: ejecutó golpes certeros, desgastó a Proderutti y lo noqueó en el tercer asalto. Cuando cayó el confeti dorado, Pascal Schroth lloró sobre el hombro de su entrenador.
“Lo hice”, le dijo a su esposa por teléfono. “Vuelvo a casa”.