Gigantes tecnológicos impulsan una nueva fiebre industrial en Estados Unidos: la expansión imparable de la inteligencia artificial

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El consumo energético de losEl consumo energético de los centros de datos en New Carlisle ya supera los 500 megavatios y pronto excederá al de dos ciudades como Atlanta. REUTERS/Jonathan Ernst/File Photo

La inteligencia artificial (IA) está reconfigurando el mapa industrial de Estados Unidos a una velocidad que impresiona incluso desde el espacio. Imágenes satelitales recientes muestran cómo en New Carlisle, Indiana, extensas áreas agrícolas han sido sustituidas por centros de datos que avanzan a gran ritmo: siete ya están operativos y otros veintitrés avanzan en construcción, propiedad de Amazon y usados por Anthropic.

Según The Atlantic, este campus, aún inconcluso, ya consume más de 500 megavatios de electricidad, lo que equivale al gasto energético de cientos de miles de hogares. Una vez en pleno funcionamiento, su consumo superará el de dos ciudades del tamaño de Atlanta.

El auge de la IA genera una demanda energética y financiera sin precedentes. Las proyecciones apuntan a que la inversión global en esta tecnología alcanzará USD 375.000 millones antes de fin de año y rozará el medio billón en 2026.

En el epicentro del furor bursátil figura Nvidia, cuyos chips nutren el auge de la IA y cuyo valor bursátil ya superó los USD 5 billones, según datos recopilados por The Atlantic.

La diferencia de escala es abismal: el valor actual de Nvidia es 94 veces el de Ford, una situación inversa a la que se registraba hace dos décadas. Estados Unidos se perfila, así, como un “estado Nvidia”, donde el crecimiento económico depende cada vez más de un solo gigante tecnológico.

Desde el desembarco de ChatGPT, tres cuartas partes del crecimiento del S&P 500 se explican por el impulso de firmas tecnológicas vinculadas a la IA. El sector ya representa cerca de un tercio del total del índice, frente al 22% que suponía a fines de 2022.

La transformación de campos agrícolasLa transformación de campos agrícolas en Indiana en centros de datos de Amazon y Anthropic ilustra el auge de la inteligencia artificial en Estados Unidos.

Las empresas parecen embarcadas en una competencia por escalar infraestructura: OpenAI anunció su intención de ampliar su capacidad en al menos 30 gigavatios en centros de datos —más que toda la demanda simultánea de Nueva Inglaterra en un día de máxima temperatura— y su director, Sam Altman, planteó la meta de desarrollar un gigavatio de infraestructura de IA por semana.

Esta expansión desata una fiebre de construcción que está modificando el sistema eléctrico y laboral estadounidense. Analistas como Dwarkesh Patel y Romeo Dean advierten que harán falta “estadios llenos de electricistas, operadores de maquinaria y técnicos en climatización” para sostener el ritmo.

Empresas como Meta, Microsoft y Alphabet reportan subidas en los ingresos por IA, mientras que Reuters adelantó que OpenAI planea salir a bolsa en 2026 con una valoración de hasta USD 1 billón, cifra que se cuenta entre las mayores jamás vistas en Wall Street. Sin embargo, un portavoz de la empresa anticipó: “Una salida a bolsa no es nuestro objetivo, así que no podríamos haber fijado una fecha”.

El optimismo no es unánime. Las señales de fragilidad afloran en la economía estadounidense: aunque los valores tecnológicos se dispararon desde 2022, la participación de sus beneficios sobre el S&P 500 apenas se ha movido.

Las ofertas laborales disminuyen y veintidós estados ya enfrentan recesión o están cerca de ella. Pese al auge, la manufactura sigue en caída y el peso de la IA en el discurso mediático, lejos de despejar dudas, oculta otras realidades menos favorables.

La pregunta clave es si la IA podrá cumplir las enormes promesas que mueven hoy miles de millones en inversiones. Según The Information, OpenAI facturó el año pasado unos USD 4.000 millones, pero perdió USD 5.000 millones, una realidad que contrasta con los valores astronómicos de mercado atribuidos a la compañía.

Las cifras de Meta y Microsoft muestran un panorama similar: el gasto en IA dispara los costos y repercute en el valor de sus acciones, que llegaron a perder hasta un 9% en jornadas donde ese factor desbordó las previsiones de los inversores.

Las dudas crecen sobre la solidez de la burbuja cuando McKinsey informa que casi el 80% de las empresas que adoptan IA no perciben mejoras sustanciales en resultados.

La expansión tecnológica también incrementa el riesgo financiero: nadie sabe cuántos centros de datos adicionales necesitará Silicon Valley en los próximos años.

Mientras algunos investigadores sostienen que la capacidad eléctrica y de cómputo existente ya basta para afrontar las necesidades de la IA generativa durante un lapso extendido, otros temen que la carrera por ampliar la infraestructura derive en una burbuja similar a la puntocom, cuya explosión en la década de 2000 colapsó a centenares de empresas.

Como recuerda The Atlantic, aquel boom dejó tras de sí infraestructura transformadora, pero también un reguero de fracasos económicos.

La estrategia de las grandes tecnológicas consiste en invertir a una velocidad sin precedentes para competir por cualquier mínima ventaja. Incluso si la burbuja revienta, alguna empresa podría quedarse con el botín más codiciado: ser la primera en crear una superinteligencia.

El gasto en inteligencia artificialEl gasto en inteligencia artificial representa el 92% del crecimiento del PIB estadounidense en la primera mitad de 2025, superando al consumo de los hogares. REUTERS/Audrey Richardson/File Photo

Empresas como Alphabet y Microsoft generan todavía decenas de miles de millones de dólares al año, mientras que Meta y Amazon superan los USD 50.000 millones en beneficios anuales. Sin embargo, el ritmo de inversión en centros de datos ya amenaza con superar el propio flujo de caja de estas gigantescas corporaciones, lo que obliga a buscar fuentes de financiación externa.

Aquí la dinámica se vuelve más compleja. Las tecnológicas tratan de evitar la deuda directa para no afectar sus balances ni perjudicar la rentabilidad de sus accionistas. Por eso, según explicó Paul Kedrosky a The Atlantic, han sellado alianzas con grandes firmas de capital privado para financiar el auge de los centros de datos.

Estas firmas aportan o recaudan los fondos y las tecnológicas los reembolsan a través de costosos pagos de alquiler. Tales contratos se transforman después en instrumentos negociables, como bonos, y pueden agruparse en valores más amplios y clasificarse por grado de riesgo. Blue Owl Capital financió así el gigantesco centro de datos de Meta en Luisiana a través de la emisión de bonos respaldados en los arrendamientos.

El mercado de estos centros representa una oportunidad de USD 800.000 millones para el capital privado con horizonte 2028. Meta lo resume como una “asociación innovadora diseñada para respaldar la velocidad y flexibilidad requeridas”.

No obstante, la sofisticación de tales estructuras de inversión recuerda peligrosamente a las prácticas de la previa a la crisis de 2008, cuando los bancos empaquetaron hipotecas en valores de alto riesgo y vendieron productos complejos bajo apariencia de seguridad.

Si bien la situación no es idéntica, persisten riesgos: los centros de datos se degradan a gran velocidad, los chips se tornan obsoletos en pocos años y cada generación de IA genera incrementos de eficiencia cada vez menores. Las mejoras de cada nuevo modelo ya no logran justificar las inversiones multimillonarias, lo que alimenta el escepticismo en Silicon Valley sobre la viabilidad de alcanzar la superinteligencia únicamente aumentando el gasto.

La inquietud en el sector es creciente. Redes como X están inundadas de memes evocando la imagen del personaje de Christian Bale en The Big Short, perplejo ante los datos de una burbuja inminente. Si las expectativas sobre la IA no se cumplen y las acciones tecnológicas caen, los fondos de cobertura podrían verse forzados a liquidar activos, provocando un efecto dominó sobre fondos de pensión, aseguradoras y pequeños ahorristas.

La huida de capital afectaría también a sectores menos expuestos, como el inmobiliario, y, en caso de que golpee a las firmas de capital privado —que gestionan billones de dólares—, podría desencadenar una crisis financiera global.

Actualmente, el dinero fluye casi en circuito cerrado entre los gigantes de la industria: OpenAI acuerda pagar USD 300.000 millones a Oracle por capacidad de cómputo; Oracle invierte decenas de miles de millones en chips de Nvidia para esos centros; y Nvidia promete a su vez reinvertir buena parte de esa cifra en OpenAI, en la medida en que despliega esos mismos chips.

Un ingeniero citado en X resume la situación como “el hiperobjeto tecnocapitalista al final de los tiempos”. Si bien estas operaciones son legales, muchos dudan de que puedan sostenerse a largo plazo sin consecuencias.

En apenas tres años, el sector de la IA generativa multiplicó sus ingresos y penetración. Herramientas antes inéditas ya son empleadas por cientos de millones de usuarios y su presencia parece irreversible, al menos en el corto plazo.

Las posibles consecuencias de un triunfo total de la IA inquietan tanto como las de un colapso: una tecnología capaz de suprimir millones de empleos e impactar la economía mundial de forma dramática, antes de que la sociedad logre adaptarse. Si fracasa, el shock financiero sería también inédito en magnitud.

La analogía con otras burbujas tecnológicas está presente en el imaginario colectivo, como recuerda el caso de FTX y Alameda Research en 2022, cuando el colapso de las criptomonedas se desencadenó a partir de círculos de crédito cerrados y autossustentados.

Ahora, la expansión de los centros de datos y la carrera por la IA repiten ese patrón circular: se invierte en construcción, chips y energía sin certezas sobre la rentabilidad futura, pero con la esperanza de dominar el mercado ganador.

La historia reciente de Silicon Valley muestra que Meta, Amazon, Google y los nuevos laboratorios de IA como OpenAI han transformado el mundo en tiempo récord. La obsesión por la escala y el crecimiento a toda costa persistió pese a advertencias y crisis previas.

El auge de los centros de datos es la culminación de esa lógica, y, más allá de si el desenlace es de éxito o derrumbe, la disrupción sobre el resto de la sociedad parece inevitable.

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