
Entre la devoción y el delirio, el mundo celebra cada año fiestas donde la tradición roza la locura. En distintos rincones del planeta, la fe y el orgullo por la identidad de los pueblos dan vida a rituales, a veces de raíces medievales, que desafían el sentido común: correr por una calle con la cornamenta de un toro a centímetros de la espalda, lanzarse por colinas empinadas y llenas de barro detrás de un queso rodante, ser un jinete sin montura en un circuito de curvas cerradas o desatar una guerra de cohetes caseros entre iglesias. Estas celebraciones que perduran en el tiempo, con un origen religioso o nacidas como un acto de rebeldía, continúan convocando multitudes por sus riesgos y no a pesar de ello. Porque, para muchos pueblos, el peligro latente es una parte esencial de la fiesta.
Cada año, del 6 al 14 de julio, Pamplona se transforma con la celebración de San Fermín, una de las fiestas más populares de España. Durante nueve días, la devoción religiosa, las tradiciones taurinas y el espíritu festivo se entrelazan en una festividad única que atrae a miles de turistas de todo el mundo.
Aunque el culto al santo se remonta al siglo XII, la fiesta moderna comenzó a tomar forma en el siglo XVI, cuando confluyeron las ferias comerciales, las corridas de toros y los actos religiosos. Con el tiempo, esa fusión dio origen a un festejo multitudinario que hoy combina lo sagrado y lo profano con igual intensidad.
San Fermín fue el primer obispo de Pamplona y mártir cristiano. Según la tradición, nació en el siglo III en una familia noble: su padre, Firmo, era un senador romano pagano, y su madre, una aristócrata local. Convertido al cristianismo por San Honesto, discípulo de San Saturnino —primer obispo de Toulouse—, viajó a Francia para formarse como sacerdote y fue consagrado obispo. De regreso en Navarra, predicó el cristianismo hasta ser decapitado en Amiens, Francia, por predicar su fe. Su festividad se celebra el 7 de julio.
En la Edad Media, la conmemoración incluía procesiones, misas y ferias agrícolas. Los encierros surgieron de la necesidad práctica de trasladar los toros desde los corrales hasta la plaza, pero con el tiempo se convirtieron en espectáculo público, sobre todo a partir del siglo XVIII. Hoy, cada amanecer, los corredores entonan un canto a San Fermín antes de lanzarse por las estrechas calles del casco viejo en un recorrido de 787 metros hasta la plaza de toros. La carrera, cargada de adrenalina, deja imágenes de valentía y riesgo extremo, con toros que pasan a centímetros de los participantes. No todos se animan a correr: muchos prefieren vivir la experiencia desde los balcones o las gradas.
El día grande, el 7 de julio, se celebra una procesión solemne que recorre el casco antiguo desde las diez de la mañana, acompañada por la imagen del santo. Durante toda la semana, Pamplona vibra con música, comparsas de gigantes y cabezudos, espectáculos callejeros y una gastronomía que es parte esencial del festejo. Las peñas —asociaciones vecinales, deportivas o gastronómicas— son el alma de la fiesta y aportan color, alegría y tradición.
El pañuelo rojo, símbolo inconfundible de los Sanfermines, tiene también un origen religioso. Antes del lanzamiento del cohete o chupinazo que inaugura las fiestas, los asistentes, vestidos de blanco, lo llevan en la mano o en la muñeca. Cuando se oye el grito “¡Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín!”, todos lo anudan al cuello. Según explicó el fallecido párroco de la Iglesia de San Lorenzo, Jesús Labari —donde se encuentra la capilla del santo—, “no se sabe con certeza cuándo se empezó a usar el pañuelo rojo, pero su color alude al martirio del santo. En las ceremonias religiosas dedicadas a mártires, los sacerdotes vestimos de rojo, y el pueblo interpretó esa costumbre de forma popular”.

El encierro, tan emblemático como controvertido, fue escenario de tragedias: desde 1910 se registraron 16 muertes. El Ayuntamiento de Pamplona anunció que colocará los nombres de las víctimas en un lateral del Monumento al Encierro, en la confluencia de la avenida Roncesvalles con Carlos III. Cada nombre estará acompañado por una pequeña estrella y el año de su fallecimiento, como homenaje permanente.
Parte del magnetismo mundial de San Fermín se debe también a la literatura. Ernest Hemingway lo inmortalizó en The Sun Also Rises (Fiesta), obra que inspiró a generaciones de viajeros a conocer Pamplona. James Michener también lo evocó en The Drifters.
Durante nueve días, Pamplona no duerme. Los tambores, la música, el vino y las voces se mezclan en una fiesta ininterrumpida que, año tras año, reafirma su lugar entre las celebraciones más impactantes del mundo.

En Siena, en el corazón de la Toscana, dos veces al año se celebra una de las tradiciones más intensas y antiguas de Italia: el Palio di Siena, una carrera de caballos tan breve como brutal, que se remonta al Medioevo. Aunque los registros escritos datan del siglo XIII, se cree que sus raíces son todavía más antiguas, vinculadas a rituales religiosos.
El Palio se corre el 2 de julio, en honor a la Virgen del Provenzano, y el 16 de agosto, por la Asunción de la Virgen. En la Piazza del Campo, el escenario principal de la ciudad, diez jinetes experimentados —sin silla de montar— compiten en un circuito de curvas cerradas y piso resbaladizo, rodeados por una multitud que alienta detrás de las vallas. Deben dar tres vueltas a la plaza, un recorrido que dura apenas 90 segundos y donde las caídas son tan frecuentes como espectaculares. La competencia es tan particular que incluso puede ganar un caballo sin jinete, siempre que cruce la meta con su estandarte intacto.
Siena está dividida en 17 contrade, o barrios, cada uno con su propio emblema, colores y animal totémico. Solo diez de ellos participan en cada edición, seleccionados por sorteo y rotación. La rivalidad entre las contrade es feroz, y se transmite de generación en generación como un asunto de honor.
A lo largo de los años, las organizaciones animalistas denunciaron la peligrosidad del evento, por los accidentes y la dramática muerte de caballos. Sin embargo, el Palio se mantiene como una expresión de identidad colectiva, fuertemente arraigada, en un ritual que mezcla lo católico y lo pagano.

La carrera está precedida por desfiles históricos, bendiciones de los caballos en las iglesias y ceremonias medievales que refuerzan el sentido de pertenencia. La victoria se celebra con procesiones, cantos y una bandera que se conserva como trofeo sagrado, símbolo de una gloria que dura hasta el siguiente verano.

Cada año, durante el Carnaval, la tranquila ciudad de Ivrea, en el norte de Italia, se transforma en un campo de batalla cubierto de cítricos. Miles de personas se reúnen para participar en la Batalla de las Naranjas, una tradición tan violenta como caótica que conmemora una antigua revuelta popular contra un tirano local.
La celebración, documentada desde 1808, recrea la sublevación de los habitantes de Ivrea contra la monarquía en la Edad Media. Según la leyenda, en el siglo XII, la hija de un molinero se rebeló contra el barón de la ciudad, que pretendía ejercer el jus primae noctis, el supuesto derecho de los nobles medievales a pasar la primera noche con las recién casadas. La joven, en un acto de valentía, le cortó la cabeza al barón y la exhibió por todo el pueblo, encendiendo así la chispa de la rebelión.
Hoy, aquella historia se revive cada febrero con una energía desbordante. Los vecinos, vestidos con trajes medievales, encarnan a los rebeldes y se enfrentan a los “soldados del tirano”, protegidos con cascos y máscaras metálicas. En lugar de armas, las naranjas son las municiones, y el fragor de la batalla tiñe las calles de naranja y rojo, además de dejar una mullida alfombra resbaladiza.
“Es una locura… una verdadera locura”, cuenta Francesca, vecina de Ivrea. “Algunos piensan que estamos todos locos, pero para nosotros esto está en el ADN. Los niños nacen con esta locura”, dice riendo mientras esquiva un proyectil.
Los equipos de combatientes se organizan por barrios, y el enfrentamiento se desarrolla en distintas plazas del centro histórico. Los espectadores que prefieren mirar sin convertirse en blanco de un naranjazo deben llevar un gorro colorado, señal inequívoca de neutralidad.
“El espíritu de la fiesta es una reconstrucción histórica de una revuelta real”, explica Roberto, uno de los participantes veteranos. “Hace un siglo se empezaron a usar naranjas… antes lanzábamos piedras, si pueden imaginar eso”.

Las toneladas de naranjas que se lanzan también son objeto de controversia. Se critica tanto el desperdicio de alimento como el nivel de violencia. Las autoridades locales, por su parte, aseguran que las naranjas usadas no son aptas para el consumo y que se reciclan tras el evento,
En Brockworth, Gloucestershire, Inglaterra, al grito de “¡queso, queso, queso!” de los espectadores, cada año se celebra una de las competencias más audaces del mundo: el Festival de Cooper’s Hill, una tradición británica de raíces paganas en la que los participantes se lanzan por una empinada pendiente persiguiendo un queso rodante.
La carrera tiene lugar el último lunes de mayo y, según algunos historiadores, se remonta al siglo XV. La primera referencia escrita data de 1826, aunque su origen podría vincularse con antiguos festivales paganos de primavera o con rituales relacionados con los derechos de pastoreo en la región.

La participación es libre y gratuita: cualquiera puede sumarse simplemente presentándose el día del evento en la colina. A lo largo de la jornada se disputan siete carreras —cuatro cuesta abajo y tres hacia arriba—, con categorías masculinas y femeninas.
Desde lo alto de Cooper’s Hill, una colina de unos 182 metros, se lanza una horma de queso Double Gloucester de aproximadamente 4 kilos. Los competidores corren tras ella, intentando capturarla o, al menos, llegar al final antes que los demás. El queso rodante puede alcanzar velocidades de hasta 110 km/h, lo que lo vuelve inalcanzable y transforma la carrera en una sucesión de caídas espectaculares.
El que atrapa la horma de queso suele ser entrevistado. Le preguntan cómo entrenó y si le gusta el queso. Un ganador contó que se lo había prometido a su abuela. Los competidores llegan de distintas partes del mundo atraídos por el peligro.

Las lesiones son frecuentes: fracturas, dislocaciones, contusiones y hasta pérdidas de conciencia. No hay medidas de seguridad ni una organización formal. En 2010 el evento fue cancelado oficialmente por motivos de seguridad, pero los lugareños lo siguen celebrando de forma espontánea cada año.
En la edición de 2025, más de 5.000 personas asistieron pese a las condiciones extremas, reavivando el debate sobre los riesgos y la naturaleza indómita de esta singular tradición. El premio, sin embargo, sigue siendo el mismo: la horma de queso, símbolo de la victoria y del espíritu alocado del festival.
Cada Pascua, en la isla griega de Quíos, dos iglesias rivales se enfrentan en una batalla tan deslumbrante como peligrosa: el Rouketopolemos, o “Guerra de Cohetes”. A la medianoche del Sábado Santo, durante la Pascua Ortodoxa, las parroquias de Agios Markos y Panagia Erithiani, situadas en colinas opuestas del pueblo de Vrontados, se lanzan entre 50.000 y 100.000 cohetes artesanales aproximadamente, con un único objetivo: alcanzar el campanario de la iglesia rival. La noche se ilumina con miles de trazos de fuego que surcan el cielo en todas direcciones, mientras los vecinos, acostumbrados al estruendo, protegen sus casas con mallas metálicas y planchas para evitar incendios o daños.

Pese a las medidas de seguridad, no faltan los heridos, incendios menores y daños materiales, lo que ha llevado a las autoridades a intentar suspender o limitar el evento. Sin embargo, la comunidad de Vrontados se mantiene firme: consideran la “guerra de cohetes” una parte esencial de su identidad y de su forma de vivir la fe.
El origen de esta tradición se remonta a la época otomana, cuando los cañones reales se disparaban para celebrar la Pascua. Con el tiempo, los cañones fueron reemplazados por cohetes caseros, en parte como una forma de protesta o distracción frente a las autoridades otomanas.
Hoy, el Rouketopolemos sigue siendo una expresión orgullo local. En esta fiesta, el fuego simboliza tanto la destrucción como la renovación espiritual.
Tal vez el secreto de estas fiestas no resida en la locura ni en la devoción, sino en la necesidad de sentir que pertenecemos a algo más grande: una historia, un hito, una comunidad. Así, las tradiciones sobreviven al paso del tiempo.