El cristal cruje bajo los pies de Bohdan Chernukha mientras observa el esqueleto calcinado de lo que, hasta hace unas horas, era el refugio cotidiano de cientos de familias. El aire en Kiev lleva aún el olor agrio de la pólvora y el polvo suspendido tras una de las noches más largas de la guerra. Un ataque masivo de Rusia con 405 drones y 28 misiles, dirigido principalmente a barrios civiles y a infraestructuras energéticas, ha dejado tras de sí un paisaje roto en el corazón de Ucrania. En la acera, frente a un edificio partido, Bohdan resume la devastación de su mundo con un susurro que traza el límite entre la incredulidad y la resistencia: “Tenemos un edificio destruido. Este es su mundo… esta es su paz”.
A su alrededor, trabajadores comunales barren fragmentos de una vida en pausa. Nadiia Zinchuk, empleada en una tienda y también residente del edificio dañado, espera sentada fuera de la estructura, con la mirada clavada en el asfalto y la sangre seca marcando senda sobre su mejilla. Recuerda el instante, exacto y trivial, en que todo cambió: las 7:20 de la mañana, el crujido repentino de un vidrio cediendo al estallido, el desconcierto borrando toda lógica.
—Sentí un dolor agudo en la cara. Era vidrio… empecé a gritar, no supe qué hacer. Creí que eran lágrimas, pero me sangraba la mano— relata, mientras atiende una llamada que irrumpe con la urgencia de lo irrecuperable.
A los pies del edificio, el bullicio de los grupos operativos contrasta con un silencio denso, marcado por el entrechocar de placas metálicas y órdenes breves. Cada rincón expone huellas de la violencia: puertas reventadas, ventanas sin cristales, balcones ennegrecidos por brotes de humo. Una labor de emergencia se despliega entre los habitantes, los agentes y los funcionarios, cada uno cumpliendo el ritual mecánico que impone la devastación: documentar, inspeccionar, limpiar.
Sobre el asfalto, los automóviles destrozados yacen entre el polvo, testigos mudos del ataque. Entre multitudes dispersas, una mujer sostiene a su perro, aferrada al único fragmento intacto de su rutina. A su lado, una niña observa el cielo, quizá preguntándose si el rugido volverá.
Olena Tkachenko, vecina de Kiev de 47 años, recorre las calles familiarmente extrañas, midiendo el daño con la mirada y evocando una súplica dirigida hacia la distancia:
—“Si Europa nos escucha y nos ayuda, quizá logremos algún tipo de acuerdo de paz”— dice, aún con la voz tensa, atrapada entre la esperanza y el desencanto.
Luego describe la procesión de ventanas destrozadas, los huecos de cientos de hogares arrancados de cuajo:
—Después del ataque, recorrimos el barrio y había muchísimos edificios con las ventanas reventadas. Daba miedo.
En uno de los balcones agujereados, un grupo de investigadores examina restos de lo que identifican como partes de un dron ruso. La escena se repite en decenas de puntos de la ciudad: policías acordonando accesos, equipos peritando impactos, residentes contando sus historias a quien quiera escuchar. Según el parte militar de la Fuerza Aérea ucraniana, las defensas lograron neutralizar 333 drones y seis misiles balísticos, pero otros 55 aparatos no tripulados y doce misiles impactaron en diversas zonas de Ucrania.
En Kiev, al menos 25 personas, incluidos cinco niños, resultaron heridas, sin que los números abarquen el trauma colectivo. Seis personas han muerto en todo el país como consecuencia del ataque ruso, según el balance oficial. Las autoridades destacan el objetivo prioritario: infraestructuras energéticas y viviendas civiles.
Nadiia Zinchuk, aún sentada sobre los escombros, rechaza el cinismo de las negociaciones:
—¿De qué tipo de acuerdo de paz podemos hablar cuando la gente muere así? Aquí vivían estudiantes, no había soldados— repite, señalando al antiguo portal convertido en ruina.
El relato se vuelve coral. Iryna Zelena, vecina del edificio atacado, resume la sensación de abismo:
—No creo en esas negociaciones. No veo un final para todo esto.
La noche terminó, pero el amanecer solo trajo cenizas. Los servicios de emergencia extraen a quienes quedan atrapados, reparten cobijas, levantan barreras contra la resignación. Las explosiones han cesado, pero cada ventana rota, cada huella de cristal, cada palabra crispada de los sobrevivientes, construye el retrato de una ciudad que resiste sin certezas.
Porque en Kiev, la paz solo existe bajo los escombros del sarcasmo:
“Esta es su paz”, repite Bohdan Chernukha, y la frase queda suspendida como el único acuerdo posible.