
La Iglesia Católica se encuentra en una etapa de plena transición tras la reciente muerte del Papa Francisco, quien murió el último lunes a los 88 años. Su partida marca el fin de un pontificado que duró 12 años. Siendo muy significativo, especialmente en lo que respecta a sus esfuerzos por fomentar el diálogo interreligioso y su postura progresista en varios temas sociales. Esta noticia, que se suma a una historia marcada por papados de gran relevancia, invita a mirar al pasado y reflexionar sobre figuras que, a pesar de tener un breve paso por el liderazgo de la Iglesia, dejaron una huella indeleble.
Albino Luciani, quien adoptó el nombre de Juan Pablo I al ser elegido Papa, ocupa un lugar singular en la historia moderna de la Iglesia Católica. Su pontificado, iniciado el 26 de agosto de 1978, duró apenas 33 días, concluyendo abruptamente con su inesperada muerte el 28 de septiembre de ese mismo año.
El fallecimiento repentino del “Papa de la sonrisa” conmocionó al mundo y desencadenó décadas de especulaciones, controversias y teorías conspirativas que aún perduran.

La mañana del 28 de septiembre de 1978, Luciani fue encontrado muerto en su habitación del Vaticano. La causa oficial de su fallecimiento fue un infarto agudo de miocardio, pero las circunstancias rápidamente alimentaron diversas teorías conspirativas. La ausencia de una autopsia oficial, sumada a la rapidez con la que se gestionaron los trámites relacionados con su muerte, generó sospechas sobre la naturaleza de su fallecimiento.
La versión inicial ofrecida por el Vaticano afirmaba que el cuerpo sin vida del Papa fue encontrado por su secretario, el Padre John Magee, alrededor de las 5:30. Sin embargo, esta versión fue rápidamente contradicha por filtraciones y testimonios posteriores, estableciéndose que fue Sor Vincenza Taffarel, una de las religiosas que atendían al Papa desde hacía años, quien hizo el descubrimiento inicial.
Como cada mañana, Sor Vincenza había dejado una taza de café para el Papa en la sacristía contigua a su dormitorio alrededor de las 5:15 a.m. Al notar minutos después que el café seguía intacto, llamó a la puerta del dormitorio sin obtener respuesta. Preocupada, entró (posiblemente acompañada por otra religiosa, Sor Margherita Marin) y encontró al Papa muerto en su cama. Inmediatamente alertaron a los secretarios Magee y Lorenzi.
La escena descrita por los testigos era la de un hombre que parecía haberse quedado dormido mientras leía: estaba recostado en la cama con almohadas bajo la espalda, la luz de la mesa encendida, sus gafas puestas sobre la nariz y unos papeles o un libro en sus manos o sobre el regazo.
Su expresión era serena, incluso con una leve sonrisa.
Sin embargo, Sor Margherita Marin notó que sus manos estaban frías y sus uñas oscuras, signos de una muerte ocurrida horas antes.

Tras ser alertados, los secretarios llamaron al Cardenal Secretario de Estado, Jean-Marie Villot, quien a su vez contactó al médico del Vaticano, Dr. Renato Buzzonetti.
Buzzonetti examinó el cuerpo y certificó la muerte, atribuyéndola oficialmente a un infarto agudo de miocardio. La hora estimada del fallecimiento se fijó alrededor de las 23:00 horas de la noche anterior, 28 de septiembre.
Sin embargo, esta estimación también fue objeto de debate, con los embalsamadores sugiriendo posteriormente, basándose en el estado del cuerpo, que la muerte podría haber ocurrido más tarde, entre las 4 y 5 de la mañana.
Una de las decisiones más cruciales y controvertidas tomadas por las autoridades vaticanas, encabezadas por el Cardenal Villot en su calidad de Camarlengo durante la sede vacante, fue la de no realizar una autopsia al cuerpo del Papa.
Esta omisión impidió una confirmación médica forense independiente de la causa de la muerte y se convirtió en uno de los principales pilares de las teorías conspirativas. El Vaticano justificó la decisión apelando a la tradición o a supuestas prohibiciones del derecho canónico, aunque análisis posteriores indicaron que no existía tal prohibición explícita, especialmente en circunstancias sospechosas.
El cuerpo fue embalsamado rápidamente, apenas unas horas después del descubrimiento, por los hermanos Signoracci, lo que dificultaría aún más cualquier examen posterior.

La gestión de la comunicación por parte del Vaticano en las horas y días inmediatamente posteriores a la muerte de Juan Pablo I resultó ser un factor determinante en la gestación del misterio. La información inicial incorrecta sobre quién descubrió el cuerpo, justificada posteriormente por la supuesta inconveniencia de que fueran monjas quienes entraran primero al dormitorio papal , junto con la decisión de no realizar una autopsia, crearon un vacío informativo y dañaron gravemente la credibilidad de la versión oficial.
Estas acciones no fueron meros errores de comunicación; activamente construyeron la percepción de un “misterio” y proporcionaron un terreno fértil para que las teorías conspirativas florecieran, al hacer que el relato oficial pareciera incompleto, contradictorio o deliberadamente engañoso desde el principio. Así, el manejo de la muerte se convirtió en una parte central de la propia controversia.
Según reveló National Geographic, una de las teorías más persistentes apuntaba al envenenamiento como causa de su muerte. Esta hipótesis, que parecía encontrar eco en diversos rumores, no fue confirmada por la investigación oficial. En 2017, un exhaustivo análisis archivístico liderado por la periodista italiana Stefania Falasca desmintió tales especulaciones, proporcionando evidencia científica que respaldaba la versión oficial del infarto.
El libro Papa Luciani, resultado de esta investigación, resolvió muchas de las dudas que durante años habían circulado sobre el fallecimiento del papa. La revelación de estos hechos tuvo una doble repercusión. Por un lado, permitió poner fin a las especulaciones sin fundamento; por otro, subrayó la importancia de una gestión más transparente de los eventos que ocurren dentro de la Santa Sede. Sin embargo, las teorías sobre un posible complot continúan siendo un tema de interés entre aquellos que creen que la muerte de Juan Pablo I no fue tan simple como un infarto.
En agosto de 1978, tras la muerte de su predecesor, Pablo VI, Albino Luciani fue el elegido para conducir a la Iglesia. El pontífice italiano adoptó el nombre de Juan Pablo I, pero nadie nunca hubiera imaginado que su papado duraría apenas 33 días. “El Papa sonriente” se ganó el aprecio público por su trato humano y su amabilidad contagiosa. Durante sus pocas semanas como pontífice, se le recordó por su sonrisa contagiosa en las primeras apariciones públicas, contrastando con las imágenes más solemnes de otros papas.
A pesar de la brevedad de su pontificado, muchos se preguntan qué impacto habría tenido si hubiera continuado más tiempo en el liderazgo de la Iglesia. Pues 1978 fue un año crucial a nivel mundial, con eventos como los Acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel y el genocidio en Camboya, por mencionar algunos.
De haber permanecido más tiempo, Juan Pablo I podría haber jugado un rol clave internacionalmente. Sin embargo, su muerte repentina truncó cualquier expectativa sobre su futuro liderazgo.
A pesar de que las creencias populares siempre señalaron los 33 días de Juan Pablo I como el papado más breve en la historia de la Iglesia, existieron otros pontífices que, incluso, duraron menos tiempo. Dicho récord lo ostenta Urbano VII, quien estuvo en el poder entre el 15 y el 27 de septiembre de 1590. Es decir, 13 días, hasta que falleció a causa de malaria.
Asimismo, una versión extraoficial incluye a Esteban II como el dueño de esta marca negativa. En 752, fue elegido como sucesor de San Zacarías. No obstante, tan solo tres días después de la elección, el 25 de marzo, falleció repentinamente a causa de una apoplejía y nunca llegó a consolidarse oficialmente como papa.
Esta falta de consagración se vio reflejada en el Liber Pontificalis, conocido como el “Libro de los Papas”, que no incluye a Esteban II en la lista de nombres oficiales.