
Un hecho reiterado en distintas plataformas puede abarcar desde el terremoto en Rusia y la espera del tsunami en el Pacífico, hasta novedades sobre una tragedia, un caso policial o jurídico, o la vida sentimental de un deportista. Todas estas noticias pueden actuar como desencadenante de un tipo de conducta que se ha intensificado con el auge de las redes sociales y la información disponible las 24 horas.
Ese impulso de búsqueda constante, donde siempre parece haber una “nueva” novedad, termina convirtiéndose en algo trascendente y vital, aunque en realidad puede ser todo lo contrario. Cuando esta conducta está motivada principalmente por la necesidad de no perderse ninguna noticia, suele hablarse de nomofobia, aunque forma parte de un fenómeno más amplio.
Desde hace años venimos viendo diferentes formas en que la ansiedad, el estrés y los trastornos compulsivos están modulados o condicionados a los medios que proveen la cultura de ese periodo. Actualmente, estamos en la era de la información instantánea y omnipresente, por medio de una multiplicidad de fuentes y datos: las redes sociales, medios tradicionales, etcétera.
Ese miedo a perderse algo implica que, en caso de experimentar esa pérdida, nos sintamos afectados negativamente y, en especial, que lo inverso —estar sobreinformado o al tanto de todo— sea una condición que nos integra a la sociedad. A este fenómeno se le ha dado el nombre de FOMO por su denominación en inglés, del miedo a perderse algo, o más explícitamente a “quedarse afuera” (Fear Of Missing Out).

Este temor ante la posible pérdida, de alguna manera indefinida, no solo genera ansiedad, acrecentada por no saber exactamente de qué se trata la pérdida, sino que está vinculado y se refuerza con otras adicciones conductuales como el uso problemático de redes sociales, la adicción al smartphone, los juegos en línea, las compras compulsivas y hasta el juego patológico.
El término, definido inicialmente por psicólogos británicos alrededor de 2004, empezó a usarse de manera más explícita años después, para describir un miedo persistente a estar ausente o a no estar al tanto de una experiencia, dato o noticia de la que otros puedan obtener una recompensa.
El tema y sus comportamientos similares como son la adicción a las plataformas y dispositivos, el juego compulsivo en línea, la compra o consumo compulsivo etc., están siendo estudiados intensamente, en particular en la población adolescente y juvenil.

Un estudio sobre el comportamiento de este tipo y el aprendizaje señala que casi tres cuartas partes de los jóvenes adultos han sentido alguna vez el FOMO.
Un relevamiento en Bélgica sobre 1000 personas mostró que el 6,5 % de las personas usa las redes sociales de forma excesiva y quizás el dato más interesante son las consecuencias que señalan: hablan de baja autoestima, inestabilidad emocional, sensación de pérdida de control y cómo esto implicaba un riesgo, observado en el estudio, en un ingreso en un trastorno afectivo.
En Argentina, aunque faltan cifras locales, el crecimiento de usuarios de redes y el auge de apuestas deportivas online sugieren una tendencia similar.
La plataforma de eventos Eventbrite reveló que 69 % de los millennials siente FOMO y que esa ansiedad impulsa a gastar en recitales, viajes o experiencias compartidas.

En China, una encuesta a universitarios halló que 15,2 % padece FOMO, en el cual la adicción a dispositivos móviles está asociada a consecuencias en cuadros clínicos como trastornos de sueño, agorafobia y otros cuadros. La cultura global muestra en esto sus efectos, las mismas empresas de esos dispositivos están en todo el mundo y los hallazgos clínicos siguen la expansión en el uso de estos dispositivos.
Las sociedades están cambiando bajo el empuje, entre otras, del emergente manifestado por la tecnología y eso hace que los cuadros clínicos tradicionales pasan al campo más amplio de las ciencias del comportamiento, donde vemos que lo individual esta entrelazado con lo colectivo, social, con la cultura, los avances tecnológicos, y hasta los cambios políticos y económicos.
Es decir, no se trata solo de un malestar psicológico, sino un cambio de modos, en los cuales hasta la duda es si estamos hablando de patología o de impronta social que se incrementa, una nueva normalidad.
Por ejemplo, según el sitio Addictionhelp, los investigadores de la Universidad de Michigan estiman que 210 millones de personas en el mundo sufren adicción a las redes o a internet, y que un 10 % de los estadounidenses cumplen criterios de adicción social.

La adicción al teléfono móvil afecta al 6,3 % de la población mundial y alcanza al 16 % de los adolescentes. En el caso de los “gamers”, entre 0,3 % y 1 % presentaría trastorno de juego en internet, mientras que la Organización Mundial de la Salud estima que 1,2 % de los adultos tiene trastorno de juego y que el 11,9 % de los hombres sufre algún nivel de daño asociado a esto.
Estas conductas no son inocuas. El uso excesivo de redes sociales se relaciona con depresión, ansiedad, problemas de sueño y bajo rendimiento académico.
El estudio en China, sobre 1164 universitarios halló que el 15,98 % padecía trastornos del sueño y que el FOMO, combinado con emociones negativas y adicción al smartphone, era un factor clave.
En Estados Unidos, 70 % de los adolescentes siente que se queda afuera en redes, pero de manera interesante otro dato ilustra la dirección por donde avanza el problema. El 43 % borra publicaciones que reciben pocos “me gusta”, la búsqueda desesperada de los “likes” se realiza al límite o sobrepasando la negación de la propia identidad y la despersonalización. Por otro lado el 35 %, quizás consecuencia de esa necesidad de acceso constante, sufrió ciberacoso.

La pregunta es ¿qué hay detrás de estos comportamientos? Las explicaciones son múltiples y van desde cuestiones individuales hasta colectivas, la necesidad de pertenencia se verifica en hacer lo que los otros hacen, sino el “missing out”, quedarse afuera, puede ser el antiguo castigo de los griegos: el exilio, no pertenecer y de alguna manera perder la identidad.
La programación de los algoritmos a su vez, como todos experimentamos diariamente, fomentan los resultados de una búsqueda donde lo absolutamente insignificante adquiere características de fundamental, si es que tantas noticias hay sobre eso, tanta gente está allí, está hablando o haciendo eso, o al tanto de eso.
El refuerzo comportamental es estructural en las redes. Las redes sociales potencian esta tendencia al ofrecer actualizaciones constantes de la vida ajena. Los dispositivos están diseñados para enganchar al usuario. La función de “actualizar” genera una recompensa variable similar a la de los casinos, lo que lleva a revisar compulsivamente la pantalla, en la cual los ‘fracasos’ se entremezclan con éxitos y así se mantienen las expectativas de recompensa; esta puede ser la información o un ‘like’, lo que refuerza inevitablemente el círculo. El objetivo es que el usuario permanezca adherido a ese espacio virtual.
Las sugerencias que han propuesto incluso quienes en su momento programaron los algoritmos básicos de las redes sociales es la de adoptar hábitos saludables como desactivar notificaciones innecesarias, programar momentos sin pantalla, y básicamente establecer espacios de vida fuera del entorno digital, es decir soportar la compulsión a estar siempre conectado y sostener el miedo a perderse algo.

En algunos casos la conclusión es más grave, como el de Jared Lanier un conocido polímata, que participó en los orígenes de estos sistemas de redes sociales y el refuerzo comportamental. Él proclama algo que quizás sea el núcleo: No somos usuarios, sino el producto.
Es el autor de un libro, “10 argumentos para borrar ya sus redes sociales”, en el que directamente propone borrar por completo las redes sociales (Ten Arguments For Deleting Your Social Media Accounts Right Now).
Esta tendencia se está verificando también en programas que ofrecen el servicio de borrar todo rastro de vida digital inclusive y hasta una firma legal de coincidentemente el mismo nombre Lanier que ofrece demandas por adicción digital.

En casos severos, la terapia cognitivo conductual o incluso las terapias somáticas como el entrenamiento vagal por ejemplo, han demostrado efectividad. A nivel social, se insiste sobre la necesidad de campañas, como por ejemplo, sobre las apuestas online y también incorporar en las escuelas una educación sobre bienestar digital y de estímulo al retorno a la naturaleza.
En el fondo, el dilema es el de todas las tecnologías, servirse saludablemente de ellas ya que nos aportan beneficios inimaginables hasta hace poco, pero incrementar también la vida no digital y así equilibrar lo que nuestro ser, nuestra mente recibe. En definitiva, las viejas sugerencias de la filosofía, el autocontrol, la moderación siguen siendo una fórmula al menos parcial de la felicidad, entendiendo que para ello que la vida no es “no perderse de nada” sino aceptar y abrazar la propia existencia.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista