El joven psiquiatra que analizó las mentes de los criminales nazis y su destino final que lo vincula con Hermann Goering

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Douglas Kelley fue asignado paraDouglas Kelley fue asignado para analizar a los jerarcas nazis condenados en el Juicio de Núremberg

En el invierno europeo de 1945, tras el estruendo de los cañones y el derrumbe de los sueños imperiales del nazismo, el Tribunal de Núremberg pasó a ocupar el centro de la escena. Por esas galerías de la ciudad alemana, cruzaba a diario un psiquiatra de barba recortada y andar rápido. Llevaba su portafolio desbordando de papeles y test impresos. Su nombre era Douglas Kelley y su misión fue enfrentar cara a cara a los arquitectos del genocidio nazi, interrogar sus mentes y buscar, en lo más hondo, una explicación racional para el mal.

Poco después del desembarco de los aliados en Europa, Estados Unidos decidió enviar un equipo de médicos y expertos para analizar la constitución psicológica de los criminales nazis más destacados. El objetivo era determinar si Hitler, Goering, Hess y el resto del alto mando habían actuado desde la locura o si eran personas cuerdas capaces de planear el asesinato de millones. A la cabeza, la figura de Douglas Kelley. Se trataba de un joven brillante con una formación en el Presbyterian Medical Center de Nueva York y un puesto de profesor en la Universidad de California. A Kelley lo impulsaba el vértigo de descubrir qué había detrás de la máscara de hierro del nazismo.

En su cuaderno, días antes de partir, dejó un apunte obsesivo: “¿Es el monstruo auténtico o sólo la suma de hombres corrientes amparados por una causa?”. Ese dilema sería el motor de su trabajo.

Douglas Kelley entrevistó a losDouglas Kelley entrevistó a los jerarcas nazis durante el Juicio de Núremberg

El ingreso de Kelley a la corte de Núremberg no fue glorioso. El edificio alojaba a los líderes vencidos entre sombras. El psiquiatra, enfundado en un abrigo militar demasiado grande para su talle, sintió de inmediato el peso de la tarea.

Los acusados aguardaban su histórico juicio repartidos en celdas individuales, bajo la vigilancia estricta de guardias de Estados Unidos y Reino Unido. En ese microcosmos de orgullo herido, el personaje que más llamaba la atención, incluso entre los prisioneros de elite, era Hermann Goering. Heroico piloto de la Primera Guerra Mundial, jefe de la Luftwaffe, fundador de la Gestapo y segundo hombre más poderoso del Tercer Reich. Goering no se resignaba a su caída. Conservaba la corpulencia y se paseaba con autoridad fingida.

Kelley detectó desde el primer encuentro que no estaba ante un hombre común. “Buenas noches, doctor. Usted viene a hurgar en mi cabeza. Espero causar una impresión tan inolvidable como mis hazañas”, saludó Goering, recostado en la cama estrecha de la celda número cinco. La voz del mariscal no transmitía derrota, sino una mezcla desbordante de carisma y amenaza.

Hermann Goering fue uno deHermann Goering fue uno de los nazis entrevistados por Douglas Kelley

El psiquiatra estadounidense no tardó en organizar el trabajo con método científico. Llevaba cuadros, el Test de Rorschach, cuestionarios de inteligencia, escalas de ansiedad y depresiones, además de largas entrevistas cara a cara. El objetivo era detectar signos de demencia, paranoias, patologías agresivas, contrastar las respuestas con los perfiles criminales clásicos y buscar un modelo que explicara el fenómeno nazi.

Las sesiones con Goering eran una anomalía dentro del experimento. Cada consulta se transformaba en una escena de teatro político. El prisionero aceptaba los juegos de tinta, pero respondía desarmando las preguntas y devolviendo ataques intelectuales. “Yo jamás actué movido por la locura. Defendí a mi nación de sus enemigos internos y externos. ¿Acaso Washington o Stalin son insanos porque usaron la fuerza? ¿Me pide que haga confesiones para exculpar su conciencia?”

El doctor Kelley, acostumbrado a identificar miedos ocultos, descubrió algo inquietante. En las primeras pruebas, las respuestas de los líderes nazis encajaban perfectamente dentro de los márgenes de la “normalidad” psicométrica. No surgía la locura, ni la paranoia destructiva ni el sadismo descontrolado como explicación central de sus acciones. Lo que encontraba era adaptabilidad, inteligencia alta, dominio emocional, fortaleza de convicciones y una ética radicalmente distinta a la de sus jueces.

La vida diaria en la prisión planteaba enredos y pasajes de absurdo burocrático. El propio Kelley relató encuentros que parecen sacados de una novela grotesca. Goering que se quejaba del menú, que regateaba con los guardias cigarrillos americanos, que discutía la iluminación del patio. El psiquiatra anotó con perplejidad: “Buscan cualquier resquicio de dignidad para no volverse locos y luchan con armas ridículas por conservar la imagen de sí mismos. No encuentro patología, sino un narcicismo político irreductible”.

Hermann Goering murió al ingerirHermann Goering murió al ingerir una pastilla de cianuro y evitó la ejecución de su condena a muerte en la horca

Goering alternaba la retórica arrogante con comentarios que denotaban frustración. Un día, tras una risotada sonora, el mariscal preguntó con sorna a Kelley:

—¿Cree usted que puede diseccionar mi alma con su método americano?

—No aspiro a diseccionarla. Sólo quiero entender cómo un hombre común elige la monstruosidad y la vuelve rutina —contestó el psiquiatra, clavando los ojos en los del ex jerarca.

—¿Monstruosidad? ¿No fue monstruoso Hiroshima? ¿O Dresden? Los vencedores rebautizan la historia, doctor. Nosotros simplemente tomamos decisiones difíciles.

—¿Cree en sus propias justificaciones o sólo las repite porque le quedan pocas salidas? —replicó Kelley.

—He visto tantos hombres esconderse detrás de dioses, naciones, incluso médicos, que ya nadie sabe dónde termina la responsabilidad y comienza la leyenda, —cerró Goering.

La relación era ambigua. Había rivalidad y respeto intelectual. Kelley intuía que, pese a todo, existía un deseo de ser comprendido, al menos en la imagen que Goering quería dejar para la posteridad. El psiquiatra, por su parte, encontraba en cada sesión una confirmación de su mayor temor. El mal absoluto no necesita delirio, sólo convicción y obediencia.

Kelley formó parte de losKelley formó parte de los psiquiatras que analizaron a los criminales nazis antes de la condena a muerte

Mientras evaluaba a otros jerarcas nazis —personajes con nombres que marcaron la historia de Europa, como Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Keitel y Albert Speer— Kelley comprobaba el mismo patrón. Todos tenían respuestas adaptadas, negaciones hábiles y ausencia absoluta de culpa genuina. Las notas de campo son elocuentes: “No hay locura colectiva, hay coartadas identitarias, una fe técnica en la administración del mal y la burocracia como espacio de fuga moral”.

Los tests de Rorschach que el psiquiatra aplicó a Goering mostraban una mente lúcida, orientada en tiempo y espacio, habilidosa en buscar respuestas proyectadas para complacer o manipular a la autoridad. A diferencia de otros, Goering disfrutaba el desafío intelectual. Un episodio entre ambos terminó con un guiño a la prensa allí reunida para cubrir el juicio:

“Doctor Kelley guarda todos mis papeles. Quizás algún día los venda como memorias de un monstruo. Espero que al menos le resulte rentable”, ironizó Goering.

El nazi Albert Speer tambiénEl nazi Albert Speer también fue entrevistado por Douglas Kelley

El ambiente en Núremberg hervía de especulaciones. Psiquiatras británicos y rusos contradecían los hallazgos estadounidenses. El público esperaba diagnósticos terminales: esquizofrenia, paranoia, sadismo extremo. Pero los informes técnicos de la delegación norteamericana coincidían: ni psicóticos, ni delirantes, ni dementes, ni monstruos biológicos. Los líderes nazis, en la mayoría de los casos, exhibían perfiles compatibles con el de ejecutivos, administradores, hombres funcionales.

En su célebre manuscrito —redactado en largas noches de insomnio en su habitación asignada— Kelley anotó: “El problema para la humanidad empieza cuando personas obedientes, inteligentes, confiadas en la autoridad, suspiran por una causa totalizante que no admite dudas. El antisemitismo no fue una enfermedad mental. Fue una catástrofe moral”.

Un párrafo subrayado en rojo por el propio Kelley evidencia su escepticismo emocional ante la tarea: “He buscado sin éxito el germen de la locura. Sólo encuentro hombres obsesionados por la eficacia, por la misión, por la promesa de redención a cualquier costo.”

En el centro de laEn el centro de la imagen, con auriculares, Karl Brandt, criminal de guerra nazi y médico personal de Hitler, durante los juicios de Núremberg (20 de agosto de 1947). Wikimedia Commons

Con el correr de los meses, la rutina pesaba. Los acusados mantenían una vida social acotada. Los jerarcas nazis hacían caminatas limitadas, comidas insípidas y solo lecturas autorizadas. Los psiquiatras, en su mayoría, evitaban la familiaridad, pero Kelley se permitía una cercanía calculada. Sabía que parte de la verdad se jugaba en los detalles aparentemente intrascendentes, en las alianzas y disputas entre prisioneros, en el tono con que leían las noticias de la prensa mundial.

A menudo, Goering hacía valer su carisma organizando debates políticos improvisados en el patio vigilado, repartiendo críticas veladas contra el resto de los acusados, intentando mostrar liderazgo hasta en la derrota.

Una tarde de octubre, Kelley presenció un altercado entre Goering y Hans Frank. Goering, sin levantar la voz, sentenció:

—Usted fue sólo un administrador, abogado. Yo decidí, yo actué. La historia recordará a los que mandan, no a los que obedecen.

El dilema con que viajaba Kelley desde su hogar californiano no admitía respuestas fáciles. El propio psiquiatra no era inmune al desconcierto. Había visto locura y pobreza en su infancia, estudiado patología criminal en cárceles de Nueva York, pero nunca había enfrentado la sonrisa astuta, las ironías y los gestos de poder de un hombre como Goering. Ni la simpatía ni la pedagogía bastaban para explicar el mal.

Hermann Goering en la fotoHermann Goering en la foto cuando fue detenido por los Aliados

Cuando por fin llegó el veredicto y los jueces declararon la sentencia de muerte para los máximos jerarcas del nazismo, Kelley se enfrentó a la escena que jamás olvidarían los cronistas del juicio. Goering, que había defendido hasta el final su inocencia política, logró burlar a todos por última vez. La noche anterior a la ejecución, se suicidó dentro de su celda utilizando una cápsula de cianuro que había logrado ocultar de los registros.

Kelley fue de los primeros en ingresar al lugar del suicidio, tuvo en sus manos la carta que Goering dejó para los jueces, y en su testimonio resuena la frustración del científico:

“No dejamos de ser espectadores de lo que nunca entenderemos del todo. Goering jugó su última carta: negó el espectáculo, se llevó la voluntad consigo, convirtió su fin en un desafío para la historia de la psiquiatría.”

Kelley firmó reportes y participó de la autopsia, registrando con meticulosidad el hallazgo de la cápsula letal, la ausencia total de signos de crisis emocional previa y el orden casi militar en que Goering organizó su último día.

Rudolf Hess fue otro deRudolf Hess fue otro de los criminales nazis que entrevistó Douglas Kelley

El regreso de Douglas Kelley a Estados Unidos estuvo marcado por el cansancio y la desilusión. Si los juicios ofrecían una narrativa de justicia, la labor del psiquiatra había demostrado la insuficiencia del método frente al vértigo moral del siglo XX. Kelley publicó parte de sus hallazgos, recorrió universidades y hospitales, desplegó conferencias donde insistía en el mensaje perturbador: “El mal puede usar la cordura como su mejor coartada”.

El destino final de Kelley fue, en sí mismo, una paradoja vertiginosa. Años después de sus días en Núremberg, cuando su prestigio profesional crecía y aparecían traducciones de su manuscrito en varios idiomas, el psiquiatra protagonizó un desenlace tan misterioso como el de su paciente más célebre. En diciembre de 1958, afectado por episodios depresivos y crisis de identidad, Kelley se suicidó en su hogar de California. El método: una cápsula de cianuro, casi idéntica a la que había usado Goering.

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