El 25 de abril de 1945, a las 11, en San Francisco, comenzó un hecho histórico para la humanidad: representantes de cincuenta y un países se reunieron para redactar la Carta de Naciones Unidas que se oficializó, finalmente, un día como hoy, hace 80 años. Su principal objetivo fue y es mantener la paz y la seguridad internacional, fomentar la amistad entre naciones y promover el progreso social y la defensa de los derechos humanos.
La Organización fue diseñada para ser más efectiva que su predecesora, la Sociedad de las Naciones, que se trató, lamentablemente, de un intento infructuoso, debido a las particularidades políticas de ese momento.
El diseño institucional de Naciones Unidas representó en su momento un trascendental avance civilizatorio frente a los desórdenes de un sistema internacional anárquico que condujo a dos guerras mundiales. A lo largo de sus ocho décadas de existencia, este Organismo Supranacional ha facilitado mecanismos multilaterales que han contribuido decisivamente para evitar conflictos armados, promoviendo instancias de mediación y resolución pacífica de controversias entre Estados.
Por ello, la humanidad le debe un reconocimiento histórico al principio de cooperación internacional como una herramienta útil en la preservación de la paz y el respeto a la soberanía de los Estados, es decir, rendir homenaje mundial a los principios de legalidad, no agresión y respeto mutuo que inspiraron su creación en octubre de 1945, en especial el apoyo incondicional de Naciones Unidas a los gobiernos democráticos.
Sin embargo, un nuevo peligro acecha a las democracias mundiales.
Eliminado el comunismo, con excepción de los gobiernos vigentes en Cuba y Corea del Norte, un rebrote de ideas totalitarias han comenzado a surgir en toda la faz de la tierra y es necesario evitar que se sigan propagando.
Recordemos que el sistema republicano, representativo y en nuestro caso, también federal, es hijo directo de la Ilustración, o sea, se constituye en el respaldo indeclinable ideológico a los principios democráticos manifestado por el pragmatismo, la adhesión irrestricta a la Constitución por convicción, no por imposición, la defensa de la división de poderes, del Estado de Derecho y del pluralismo político.
En otras palabras, es el sistema político en el que las ideas sociales y políticas diferenciadas, incluso las opuestas, pueden coexistir y competir por el poder político, siempre sobre la base innegociable del liberalismo, que incluye, entre otros principios fundamentales, la tolerancia, el libre albedrío, el racionalismo y, por supuesto, el rechazo a todo dogma, de cualquier tipo.
Vemos entonces que la extrema derecha y su socio inseparable, el nacionalismo, se mezclan hasta confundirse, ya que son parte inescindible de la mancha totalitaria que se expande sin solución de continuidad, pues representan el producto de las mismas desventuras del lenguaje y de las pasiones humanas.
A partir de fines del siglo XVIII, la “nación” y el “pueblo” han sido sinónimos para los fundadores de los regímenes representativos de los que han surgido las actuales democracias y lo siguen siendo en la medida en que las dos nociones modernas de “nacionalidad” y de “ciudadanía” se vinculan necesariamente al principio de la “soberanía popular”. De ahí se concluye necesariamente que el oprobio que pesa sobre la renacida extrema derecha, hoy lobo con piel de cordero, se intenta justificar en la actualidad respecto de las mismas manipulaciones del discurso político.
La explicación que apreciamos es simple: este nuevo tsunami no entiende razones porque no es una doctrina racional, sino una ideología sustentada en las raíces más primitivas de lo humano: el instinto gregario, el odio a los que no piensan como ellos, a los que tienen otra lengua, otra religión, otro color de piel, el miedo a la libertad, a la responsabilidad que conlleva la soberanía individual. Esa es la razón por la que algunos aprendices mundiales de políticos, que se esconden generalmente bajo las máscaras rimbombantes de grandes, pero fracasados estrategas, son seres hambrientos de poder para usufructo personal.
Ven confabulaciones y campañas permanentes contra ellos y se valen de ideologías no democráticas para alcanzar sus fines: se trata de un material combustible que puede peligrosamente arrasar fácilmente las defensas racionales del sistema democrático, tal cual lo establecieron con meridiana claridad los “Pensadores de la Libertad”: Voltaire, Tocqueville, Montesquieu, Alberdi, Sarmiento, entre otros.
En esta época en la que la palabra Democracia está siendo ignorada adrede por muchos políticos, se ha llegado al peligroso antecedente de que gobiernos elegidos por el voto de sus ciudadanos cometan excesos violando la forma republicana de gobierno. Friedrich Hayek también advertía sobre esto: “No es el origen del poder lo que garantiza contra la arbitrariedad, sino las limitaciones que se le señalen para librarlo de todo cariz dictatorial”.
Asimismo, las Naciones Unidas, a lo largo de su historia, han considerado un elemento que es esencial y excluyente a todo sistema democrático, sin el cual no puede existir ninguna República que se precie: libertad de expresión y su brazo ejecutor, la libertad de prensa, letal vacuna por antonomasia contra los totalitarismos.
Se trata de un derecho fundamental, inalienable e inherente a todas las personas, ya que el respeto y la protección de la libertad de expresión adquiere una función primordial, puesto que sin ella es imposible que se desarrollen todos los elementos imprescindibles para el funcionamiento del Sistema Institucional de la Libertad. El derecho y el respeto incondicional a la libertad de prensa, primera línea de defensa republicana, se erige en definitiva como instrumento que permite el intercambio libre de ideas y funciona como columna vertebral de los procesos democráticos, a la vez que otorga a la ciudadanía una herramienta básica y fundamental de participación y control.
En estos ochenta años de trabajosa y difícil construcción de multilateralismo, interdependencia, globalización y su correlato, el nacimiento de organismos internacionales, como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Organización de Estados Americanos (O.E.A.), Naciones Unidas luchó y ganó la partida contra varios gobiernos autoritarios, fundamentalmente después de la derrota definitiva del oprobioso régimen nazi y la caída del Muro de Berlín.
Por ello no olvidemos jamás a los millones de hombres y mujeres que en estas ocho décadas entregaron sus vidas en defensa de los derechos individuales duramente conquistados en los últimos trescientos años y hagamos votos para que su entrega heroica e incondicional vigorice nuestros esfuerzos para impedir que las ideas irracionales y temerarias que pensábamos sepultadas definitivamente en 1945 y que intentan hoy revivir, jamás vuelvan a inocular a nuestras sociedades democráticas con el virus totalitario de los enemigos de la Libertad.
hace 3 horas
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