
Era la fecha 25 del torneo de 1946 y en Rosario se viviría una jornada triste, que quedaría grabada para siempre en la memoria del fútbol argentino.
San Lorenzo, el Ciclón de Farro, Pontoni y Martino, se jugaba la punta, todo un desafío ante un Newell’s Old Boys que, en su casa, no quería ceder ni un solo centímetro en la lucha por el campeonato.
El arranque del partido fue eléctrico. San Lorenzo, demostrando la fuerza de su equipo, se adelantó 2-0, con goles de Oscar Silva y Pontoni, exhibiendo un juego sólido y decidido, como un huracán imparable que amenazaba con arrasar con todo. Pero Newell’s no era un rival fácil. Con la garra característica del equipo rosarino, comenzó a reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos, los leprosos empataron el encuentro 2-2, con doblete de Alfredo Runzer. El reloj marcaba los últimos minutos, y todo parecía indicar que el destino les iba a dar una última oportunidad de gloria.
A los 87 minutos, en una jugada que parecía destinada al relato del fin, Moyano anotó el tercer gol del local. Pero, como un cruel capricho del destino, el árbitro, Osvaldo Cossio un porteño de 36 años y vecino del barrio de Boedo, anuló la jugada por un offside pasivo de Runzer. Las tribunas de Newell’s estallaron en cólera, y la lluvia de botellas que comenzó a caer sobre el campo de juego presagiaba que lo peor estaba por venir. Los jugadores de ambos equipos se paralizaron, pero Cossio no podía dar marcha atrás. Se otorgaron cuatro minutos adicionales, y en ese lapso de tiempo, un último centro de San Lorenzo se transformó en la sentencia definitiva.
En los últimos suspiros del partido, cuando todo parecía decidido, Nieres, defensor de Newell’s, intentó despejar un balón peligroso, pero, en un giro surrealista del destino, la pelota terminó entrando en su propia portería. El gol en contra selló el triunfo para San Lorenzo, y el estadio estalló, pero no en alegría... sino en furia. La impotencia se desbordó y lo que ocurrió a continuación pasó a ser parte de la historia negra del fútbol argentino.

Los hinchas de Newell’s, enfurecidos, rompieron el alambrado y se lanzaron sobre el árbitro Cossio, quien en un estado de desesperación absoluto, comenzó a correr para resguardarse. Creció la violencia en las tribunas y se desató un verdadero caos, mientras que la policía montada, tratando de contener a la multitud, arrojaba gases lacrimógenos en un vano intento por frenar a los hinchas locales. Cossio, esquivando golpes y palos, luchaba por escapar del campo y de esa turba salvaje que lo perseguía; llegó al Parque Independencia.
En un momento de desesperación extrema, Cossio logró subirse al capó de un automóvil que pasaba por la zona, con la esperanza de encontrar refugio. Pero el vehículo se detuvo y, como si todo estuviera en su contra, los hinchas lo rodearon. Uno de ellos, frenético, se quitó el cinturón y lo ató a un árbol mientras gritaba, con una rabia inhumana: “¡A colgarlo!”. Lo que ocurrió a continuación fue un infierno puro. La escena era dramática, con Cossio a merced de esos fanáticos descontrolados.
El árbitro fue salvado por tres soldados que, con valentía, se abrieron entre la multitud. La brutalidad de la situación, el pánico y la barbarie de la gente se grabaron en la mente de Cossio, quien despertó días después en el Sanatorio Británico, marcado no solo físicamente, sino también emocionalmente. Le contaron que había estado al borde de la muerte, y que esos soldados lo habían rescatado.
Cossio nunca fue el mismo después de ese día. En ese fatídico partido, el colegiado no solo sufrió un ataque físico, sino que emocionalmente quedó marcado, por lo que recién volvió a dirigir siete meses más tarde. Nunca más arbitró a Newell´s. El fútbol argentino había tocado fondo y la barbarie parecía haber ganado la partida.
Aquel día no solo el balón fue el protagonista, sino el miedo, la ira y la violencia, dejando una cicatriz imborrable en la historia del fútbol argentino.