El Día del Trabajador en Venezuela: entre la desolación y la burla

hace 19 horas 3
EL dictador venezolano, Nicolas MaduroEL dictador venezolano, Nicolas Maduro (Reuters)

El Día del Trabajador pasó en Venezuela sin pena ni gloria. Nuestro país ha perdido gran parte de su masa laboral en estos años de crisis económica, producto de la destrucción sistemática del aparato productivo. Años de criminalización de la actividad privada, sumados a la inflación descontrolada y a la migración masiva, han hecho trizas el valor del trabajo.

En un nuevo gesto de cinismo, Nicolás Maduro anunció un aumento del bono no salarial para trabajadores públicos: de 130 a 160 dólares. El salario mínimo, sin embargo, permanece en apenas 2 dólares. Con bombos y platillos, también anunció el aumento de las pensiones a 50 dólares. Todo suena a burla frente a la realidad: según el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas-FVM), la canasta alimentaria supera los 470 dólares. ¿Quién puede vivir con lo que Maduro “otorga”?

El sector privado no escapa a esta tragedia. Aunque los salarios mínimos en empresas formales oscilan los 200 dólares, siguen siendo irrisorios ante el costo de vida. Venezuela, arrastrada por una dolarización de facto surgida del colapso del bolívar, se ha convertido en uno de los países más caros de América Latina.

En Colombia, por ejemplo, la canasta básica cuesta menos de 250 dólares y el salario mínimo supera los 400. En Venezuela, esa misma canasta ronda los 600 dólares. La distorsión es tan absurda como cruel.

Según una investigación del economista Omar Zambrano, entre 2012 y 2021 Venezuela perdió más de 4 millones de trabajadores. La mayoría eran jóvenes, calificados, con alto nivel educativo. Se estima que se evaporaron más de 55 millones de años de escolaridad. La inflación galopante pulverizó los salarios, y con ellos, el capital humano. No es coincidencia que los picos de hiperinflación coincidan con los mayores flujos migratorios.

El golpe fue especialmente duro para las mujeres. La participación laboral femenina se desplomó: muchas, como jefas de hogar, vieron más útil dedicar su tiempo a buscar alimentos, medicinas o a cuidar a quienes quedaban atrás, mientras otros familiares huían del país.

Pese a todo, los trabajadores venezolanos siguen siendo una de las fuerzas laborales más calificadas de América Latina. Por eso, los países de la región deberían implementar políticas migratorias inteligentes que permitan integrar y aprovechar ese talento para su propio desarrollo.

Mientras tanto, el régimen sigue el juego de siempre. Maduro culpa ahora a las sanciones, a la administración de Trump y a la suspensión de la licencia de Chevron, ignorando que durante casi dos años con la licencia vigente, ni los salarios ni las pensiones mejoraron. Todo quedó en lo mismo: promesas vacías y recursos canalizados hacia la estructura represiva de la dictadura.

En Venezuela, el trabajo no se celebra. Se resiste. Porque el salario no dignifica: apenas sobrevive. Y el trabajador, lejos de ser reconocido, es perseguido, empobrecido y olvidado en medio de un proyecto político que se identifica como socialista. La jornada laboral se ha convertido en un ejercicio de supervivencia, no de progreso. La esperanza de movilidad social que el trabajo antes ofrecía ha sido sustituida por una realidad de frustración, abandono y migración forzada.

La ausencia de un proyecto económico sostenible, la corrupción estructural y la indiferencia del poder han dejado al trabajador venezolano sin herramientas, sin derechos y sin futuro. El discurso oficial se limita a simulacros: bonos inestables, promesas huecas y discursos desconectados de la vida real.

Ahora más que nunca, debemos exigir, sin descanso, que el trabajo vuelva a ser lo que debe ser: el camino hacia una vida digna, no una condena al sufrimiento. Si algo queda en pie en esta tierra golpeada, es la voluntad de quienes aún trabajan, luchan y sueñan con reconstruirla.

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