Con solo 17 años, Lamine Yamal ya no es una promesa: es una realidad. Titular en el Barcelona, figura emergente de la selección española y foco de una atención mediática que abruma incluso a los veteranos. El fútbol no ha esperado a que crezca. ¿Debería?
En otras épocas, los talentos juveniles eran llevados con cautela. Un debut precoz era una excepción, no la norma. Hoy, la urgencia por resultados, la presión económica y la ansiedad por descubrir “al próximo Messi” hacen que chicos como Yamal entren al gran escenario sin red de seguridad. Lo más impresionante no es solo su regate ni su zurda privilegiada, sino su temple en momentos de alta exigencia. Pero, ¿cuánto puede durar ese equilibrio bajo tanta exposición?
La responsabilidad que carga es desproporcionada para su edad. No solo representa una esperanza deportiva, sino también un símbolo: de cantera, de multiculturalismo, de renovación futbolística. Cada pase, cada gol, cada error, se analiza con una lupa desmesurada. Todo lo que hace parece tener más peso del que corresponde.
Y, como es natural, hay rasgos de juventud que también afloran. Yamal habla mucho en el campo y fuera de él. Protesta, discute con árbitros y compañeros, gesticula con una seguridad que a veces raya en la arrogancia. Tiene carácter, y eso es bueno. Pero también debe aprender a gestionarlo. Madurar no es solo mejorar como futbolista, sino también como competidor. Callar a tiempo también es parte del camino hacia la grandeza.
El entorno debe protegerlo, no exprimirlo. Gestionar sus minutos, su cuerpo, sus emociones. Y no convertir cada bajón en una crisis. Porque Yamal es brillante, sí, pero también es un adolescente.
Disfrutarlo es tener paciencia con sus errores. Entender que los genios también fallan. Y que el verdadero talento no se mide por su explosión inicial, sino por su sostenibilidad.
Lamine Yamal puede marcar una era. O quemarse antes de cumplir 20. Dependerá de él. Pero también de nosotros.