
En 2009, cuando The History Channel comenzó a producir la miniserie “Life after people” - que en español se conoció como “Un mundo sin humanos” – no fue necesario buscar mucho para elegir la locación de uno de sus primeros capítulos: una pequeña isla japonesa ubicada a unos 20 kilómetros de Nagasaki llamada Hashima, también conocida, por su singular forma, como la “Isla del Acorazado”. La serie televisiva, como su título lo indica, buscaba mostrar cómo se iría transformando la Tierra si la humanidad desapareciera de su faz, con una vegetación salvaje que avanzaría poco a poco sobre las ciudades e invadiría los edificios hasta dejarlos en ruinas que ya ningún arqueólogo se ocuparía de buscar. Hashima apareció entonces como un escenario ideal, porque ese pequeño territorio de apenas 400 metros de largo por 150 de ancho fue durante décadas el territorio más densamente poblado del planeta, pero hacía ya 35 años que el último de sus habitantes había abandonado el lugar. Era precisamente lo que se buscaba: una ciudad fantasma.
Tenía, además, una historia siniestra, en la que la muerte y la explotación desenfrenada de hombres y recursos naturales habían sido sus protagonistas excluyentes. La efímera vida de Hashima como centro poblacional encierra una paradoja: estuvo habitada menos de un siglo, pero en ese tiempo los hombres hicieron todo lo posible para agotarla y convertirla en un territorio inerte. El último de sus habitantes - cuyo nombre no se recuerda – la abandonó el 20 de abril de 1974 y desde entonces nadie volvió a vivir en ella.
No se tienen registros de que Hashima haya tenido pobladores hasta que en 1887 la compró la compañía Mitsubishi – por entonces dedicada a las industrias naviera y minera - para explotar una enorme veta de carbón en el subsuelo marino, a unos 200 metros debajo de la superficie, que había sido descubierta unos años antes por un empresario llamado Koyama Hideuji. En 1890, Mitsubishi comenzó la explotación a gran escala, con la cual llegó a extraer cerca de 410.000 toneladas de carbón anuales. En los terrenos llanos se levantaron las instalaciones industriales y con el paso de los años, como respuesta a la altísima densidad poblacional, se fue construyendo en el interior rocoso una serie de edificios hormigón armado conectados por una red de laberintos, patios, pasillos y escaleras.

Para 1916, la mina ya producía cerca de 150.000 toneladas al año y su población había aumentado a más de tres mil personas. Entonces, la compañía construyó uno de los primeros edificios japoneses de hormigón armado para paliar la falta de espacio para vivienda y evitar los daños provocados por el tiempo, el mar y los tifones. El edificio, una estructura cuadrada de seis plantas construida alrededor de un patio interior en el extremo sur de la isla, ofrecía un espacio de alojamiento pequeño pero privado para los mineros y sus familias. Cada departamento consistía en una sola habitación de 9,9 metros cuadrados con una ventana, la puerta y un pequeño vestíbulo. Al año siguiente se construyó otro bloque de departamentos más grande en el centro de la isla y también se levantó el edificio residencial Nikkyu, un complejo de nueve pisos en forma de E, que se convirtió en el edificio más alto de Japón. Hacia 1930 los edificios sumaban más de treinta a los que se incorporaba una casa residencial en el terreno más elevado de Hashima, donde vivía el gerente de la explotación.
Los mineros trabajaban en condiciones infrahumanas, durante largas jornadas en las que debían bajar por largos túneles hasta un kilómetro debajo del nivel del mar y extraer carbón en un ambiente cerrado con temperaturas superiores a los 37 grados centígrados. Se calculó que a finales de la década de 1930 ya habían muerto más de mil trabajadores en accidentes, por hambre, agotamiento, desnutrición y, sobre todo, por enfermedades respiratorias provocadas por el polvo de carbón y los gases de la mina.
Fue por esa época que Hashima fue conocida por otros dos nombres: “la isla sin verde”, porque ya no quedaba espacio para la vegetación, y “la isla del infierno” por las condiciones en que se obligaba a trabajar a los mineros. Pero lo peor estaba todavía por llegar.
A principios de la década de 1940, con la entrada de Japón a la Segunda Guerra Mundial, el gobierno exigió un vertiginoso incremento de la extracción de carbón para satisfacer el aumento de la demanda de energía que generaba el conflicto. Como los obreros no eran suficientes porque la mayoría de los jóvenes japoneses debían alistarse para combatir en la guerra, la solución fue convertir a Hashima en un enorme campo de trabajos forzados, donde prisioneros chinos y coreanos debían extraer minerales en condiciones de esclavitud, casi sin descanso y alimentados con una dieta mínima de supervivencia.
Las muertes se multiplicaron exponencialmente en la isla, porque además de los trabajadores que seguían siendo víctimas de accidentes, desnutrición y enfermedades respiratorias, se sumaron los prisioneros que morían fusilados por negarse a seguir trabajando o se arrojaban al mar desde los acantilados para tratar de escapar a nado de ese infierno.
Los mineros japoneses que siguieron trabajando en el interior de la mina no la pasaban mucho mejor. Comían algo más y se alojaban en lugares más cómodos que las barracas destinadas a los prisioneros, pero sus jornadas de trabajo eran tan extenuantes como las de los chinos y coreanos que habían tenido la desgracia de ir a parar a “la isla del infierno”. Años después, Tomoji Kobata relató su experiencia como trabajador de la mina de Hashima: “Yo era uno de los ‘topos’. Extraje carbón y luego ayudé a desmenuzarlo para poder sacarlo de la isla. Era un trabajo agotador, así que usé todo mi tiempo libre en tiempo para dormir. Prácticamente, viví una vida de prisión en Hashima. Me siento horrible y pesado cada vez que recuerdo la época en la que trabajaba en el fondo de las minas de carbón usando solo mi ropa interior”.
Luego de la derrota de Japón en el conflicto, se iniciaron investigaciones por crímenes de guerra cometidos contra los prisioneros obligados a trabajar en la isla, pero también por violaciones de los derechos humanos y laborales de los propios mineros japoneses.
Las atrocidades cometidas en la isla durante el conflicto aumentaron su mala fama, pero no fueron obstáculo para que la explotación de la mina siguiera incrementándose, aunque con una notable mejora en las condiciones de trabajo de los mineros. A fines de los años 50, la población de Hashima llegó a casi seis mil personas, distribuidas en unos 150 edificios. Había también un hotel, un hospital, una escuela para los hijos de los empleados, restaurantes, bares, canchas de tenis, un cine, una enorme pileta pública, un casino, un prostíbulo y una comisaría. Todo en un territorio que ocupó más de seis hectáreas.
Ese fue el momento de mayor esplendor de la “isla sin verde” y también el comienzo de su decadencia para la que se aunaron dos factores complementarios: por un lado, la sobreexplotación de la veta estaba a punto de agotarla y, por el otro, el auge de la industria petrolera con un producto que había empezado a sustituir al carbón como fuente de energía. Con la economía japonesa disparada y el reemplazo inminente del carbón por el petróleo como política gubernamental, las minas de carbón fueron cerrando poco a poco y Mitsubishi recortó su planta de obreros de Hashima y los llevó a trabajar a otras de sus industrias.
En ese contexto, el 15 de enero de 1974 durante una reunión celebrada en el gimnasio las autoridades de la empresa anunciaron el cierre de la mina y ofrecieron la posibilidad de emplear a los mineros nuevos trabajos si querían abandonar la isla. Se inició así un éxodo sostenido que terminó el 20 de abril de ese año, cuando el último de los habitantes de Hashima se embarcó hacia Nagasaki para nunca volver.
Así, “la Isla del Acorazado”, también conocida como “la isla del infierno” y “la isla sin verde”, la que alguna vez había sido el territorio más densamente poblado del planeta, quedó definitivamente desierta. Poco a poco, una vegetación aplastada por las grandes estructuras de hormigón fue renaciendo y se cobró venganza invadiendo los edificios. Hashima se convirtió entonces en “la Isla fantasma”, un territorio donde la naturaleza fue ganando cada vez más terreno. Por eso se convirtió en el escenario ideal para algún capítulo de la serie “Un mundo sin humanos” y fue elegida para rodar escenas de la película “James Bond Skyfall” como refugio del villano Raoul Silva.
En 2002 Mitsubishi decidió donar la isla al municipio de Nagasaki, que a partir de 2005 ejerce jurisdicción sobre Hashima, y desde el 22 de abril de 2009 algunas de sus zonas están abiertas al turismo, aunque con visitas de muy pocas horas y sin la posibilidad de permanecer por la noche. Los turistas que la recorren pueden ver fragmentos de pintura, de revoque, de paredes y de ventanas rotas que conviven con triciclos o televisores de los años sesenta como evidencia de la súbita desaparición de la comunidad que alguna vez la habitó. También pueden encontrar en la pared de uno de sus derruidos edificios una inscripción que dice así:
“¿Cuántas décadas pueden haber pasado desde que Hashima fue abandonada a la putrefacción, al deterioro, a la ruina y a la desintegración?
La vida no volverá a esta isla.”