Cómo la Escuela Quiteña revolucionó el arte barroco en América entre los siglos XVII y XVIII

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Miguel de Santiago fue unoMiguel de Santiago fue uno de los maestros de la Escuela Quiteña (Instituto Cervantes)

En los talleres coloniales de Quito, entre pinceles, pigmentos de cochinilla y madera tallada con devoción, nació un movimiento artístico que sorprendió al mundo. La Escuela Quiteña de arte, florecida entre los siglos XVII y XVIII, no solo fue la expresión más refinada del barroco americano: también se adelantó en técnicas, dramatismo y colorido a corrientes que siglos después conmoverían a Europa.

Mientras Vincent van Gogh exploraba el poder del color en el siglo XIX, en los Andes ya se habían ensayado tonalidades intensas y efectos de luz que anticipaban esa expresividad. Y antes de que Goya inmortalizara la crudeza de la emoción humana, escultores como Caspicara habían dado forma a Cristos desgarradores en los altares quiteños.

El origen de esta tradición se remonta a 1551, cuando los franciscanos fundaron en Quito una escuela de artes y oficios para formar a indígenas y mestizos. Allí comenzó un proceso de aculturación en el que los símbolos católicos europeos se fusionaron con elementos locales: montañas, flores, animales y costumbres andinas aparecieron en lienzos y tallas religiosas. El resultado fue un barroco singular, profundamente espiritual pero con una identidad mestiza.

Virgen alada del Apocalípsis deVirgen alada del Apocalípsis de Miguel de Santiago.

Los estudios históricos sostienen que la Escuela Quiteña alcanzó renombre en la corte española y en ciudades virreinales gracias a la calidad de sus obras y a un virtuosismo técnico difícil de igualar. No era un arte secundario ni subsidiario de los talleres europeos, sino una propuesta capaz de dialogar de igual a igual con la tradición occidental.

El pintor Miguel de Santiago, nacido hacia 1620, es considerado el maestro indiscutible de la pintura quiteña. Su obra se distingue por un fuerte claroscuro que lo acerca al tenebrismo de Caravaggio, con escenas cargadas de dramatismo espiritual. El predominio de tonos grises y sombríos en sus lienzos transmitía recogimiento, pero al mismo tiempo la composición revelaba una intensidad emocional inusual en la América colonial.

Su precisión anatómica lo convirtió en un artista adelantado a su tiempo. Los ancianos retratados en sus series religiosas muestran piel flácida, arrugas y huesos que se marcan con un realismo naturalista comparable al de Rembrandt. En lugar de idealizar a los personajes, los dotaba de humanidad, subrayando la fragilidad de la carne en contraste con la eternidad del alma.

Uno de los Cristos deUno de los Cristos de Caspicara. (Ecuatorianos destacados)

Sin embargo, Miguel de Santiago fue más allá de la imitación del barroco europeo. En varias de sus pinturas ensayó recursos que siglos después serían identificados como impresionistas. Pinceladas rápidas, manchas de color que insinuaban formas y no las describían con exactitud, detalles fundidos en el fondo para resaltar los rostros o la luz. Ese atrevimiento formal, poco habitual en el contexto colonial, lo convirtió en un pionero. Al igual que Van Gogh doscientos años después, buscó transmitir sensaciones antes que reproducir fielmente la realidad. En la Quito del siglo XVII, Santiago ya estaba abriendo un camino que la historia del arte tardaría siglos en reconocer.

Mientras la pintura avanzaba hacia nuevas búsquedas de luz y color, la escultura quiteña alcanzaba niveles de virtuosismo técnico capaces de asombrar a la misma Europa. Manuel Chili, conocido como Caspicara, nacido en 1723, se especializó en tallas de madera policromada que aún hoy sorprenden por su realismo. Sus Cristos crucificados, con la piel desgarrada y los músculos tensos, parecen sufrir ante la mirada del espectador.

El Cristo Crucificado de CaspicaraEl Cristo Crucificado de Caspicara (Setdart)

El efecto se lograba mediante la técnica del encarnado, un procedimiento desarrollado en Quito que consistía en aplicar varias capas de pintura y barniz sobre el yeso para imitar con exactitud la textura de la piel humana. En ocasiones se utilizaban materiales poco convencionales, como vejigas de cordero, para conseguir brillos especiales. El resultado era sobrecogedor: esculturas que parecían vivas, concebidas para conmover y catequizar.

La Virgen de Legarda tambiénLa Virgen de Legarda también conocida como la Virgen de Quito. Esta es una de la imágenes más icónicas del convento Franciscano. (Arte Quiteño)

Bernardo de Legarda, otro de los grandes escultores de la Escuela Quiteña, es recordado por su célebre Virgen del Apocalipsis, tallada en 1734. Esta figura femenina, alada, con un movimiento ondulante y expresivo, se aparta de la rigidez clásica para mostrar dinamismo barroco. Sus ropajes parecen agitarse en el aire y su rostro transmite serenidad dentro de la tensión dramática de la composición.

En su época, cronistas aseguraban que las esculturas quiteñas podían competir sin desventaja con las europeas, y no faltaron quienes afirmaron que los maestros de Quito estaban a la altura de Miguel Ángel. La leyenda cuenta que el rey Carlos III de España llegó a pronunciar que si en Italia tenían a Miguel Ángel, en sus colonias americanas tenía a Caspicara.

La Escuela Quiteña también innovó en el uso del color. Los talleres empleaban pigmentos locales: rojos intensos de cochinilla, amarillos y naranjas del achiote, verdes de minerales y huesos calcinados. Estos tonos, brillantes y saturados, daban a las obras un efecto expresivo inusual en la época. Siglos después, Van Gogh revolucionaría la pintura con sus amarillos y azules vibrantes, convencido de que el color podía transmitir estados anímicos.

Virgen de la Asunción enVirgen de la Asunción en el Museo San Francisco de Quito, obra tallada y policromada por Bernardo de Legarda, Escuela Quiteña, siglo XVII. (Arte Quiteño)

El diálogo entre Quito y Europa se establece de manera natural. El dramatismo de Miguel de Santiago recuerda a Caravaggio, su realismo a Rembrandt, la crudeza de las imágenes de Caspicara se conecta con el universo expresivo de Goya, y el cromatismo de los talleres quiteños anticipa la intensidad de Van Gogh.

Aunque surgidos en contextos distintos, todos compartieron la búsqueda de conmover al espectador a través de la emoción y la ruptura con las normas. Esa coincidencia no significa copia ni dependencia, sino una simultaneidad de búsquedas humanas que revela el carácter universal de la Escuela Quiteña.

El legado de este movimiento sigue vivo. Las iglesias coloniales de Quito, Patrimonio de la Humanidad, conservan retablos, esculturas y lienzos que aún hoy deslumbran a visitantes y especialistas. Son testimonio de un mestizaje cultural que no solo produjo devoción religiosa, sino que también adelantó innovaciones plásticas.

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