A los 22 años, Kaylee Halko desafía las estadísticas de la progeria, una enfermedad genética que provoca envejecimiento acelerado en la infancia y que, hasta hace poco, limitaba la esperanza de vida de la mayoría de los pacientes. Su historia, marcada por la resiliencia y la visibilidad pública, ilustra tanto los avances médicos recientes como los desafíos cotidianos de quienes conviven con el síndrome de Hutchinson-Gilford. Mientras la ciencia explora nuevas fronteras en el tratamiento, la vida de Kaylee y de otros pacientes se convierte en un testimonio de superación.
Inspirado por una cita de Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald escribió un breve relato en 1921 acerca de la historia de un hombre, Benjamin Button, cuyo reloj biológico comienza por el final. Es decir, viene al mundo en el cuerpo de un anciano y rejuvenece con el paso del tiempo. El curioso caso de Benjamin Button llegó al cine en 2008, haciendo reflexionar a miles de personas acerca de la temporalidad (tanto física como emocional) de la vida. ¿Podría ocurrir algo así en la vida real? De cierto modo, sí. Más allá de la ficción, existe una enfermedad en la que, como le pasaba a Benjamin Button, el reloj de la vida no funciona correctamente.
La progeria, cuyo nombre proviene del griego y significa “vejez precoz”, afecta a menos de uno de cada cuatro millones de recién nacidos, según la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos. Los niños que la padecen muestran, desde los primeros años de vida, signos de envejecimiento acelerado: piel arrugada, pérdida de cabello, baja estatura, rigidez articular y debilidad ósea. La esperanza de vida promedio ronda los 14 años, aunque algunos, como Kaylee, han logrado superar los 20. La causa principal de muerte suele estar relacionada con enfermedades cardiovasculares, como infartos o accidentes cerebrovasculares.

El diagnóstico de la progeria se basa en la observación de síntomas característicos y se confirma mediante pruebas genéticas que detectan una mutación en el gen LMNA. Esta alteración provoca la producción de una proteína anómala, la progerina, que daña el núcleo de las células y desencadena el envejecimiento prematuro. Mayo Clinic detalla que, ante la sospecha de progeria, los especialistas realizan exámenes físicos completos, evalúan el crecimiento, la audición, la visión y los signos vitales, y pueden solicitar estudios de laboratorio para descartar otras afecciones. Aunque la enfermedad no suele heredarse, en raras ocasiones se han documentado varios casos en una misma familia.
La vida diaria de quienes conviven con progeria está marcada por retos médicos y sociales. Kaylee Halko, originaria de Ohio, ha enfrentado desde niña el acoso escolar y la incomprensión por su aspecto físico. “Les hablan como si yo no estuviera presente”, relató en una entrevista con Dhruv Khullar, de The New Yorker. A pesar de ello, ha encontrado en las redes sociales una plataforma para compartir su experiencia y sensibilizar sobre la enfermedad. Con más de medio millón de seguidores en TikTok y una comunidad activa en Instagram, Kaylee utiliza el humor y la honestidad para responder a comentarios insensibles y mostrar su vida cotidiana. “La condición de Kaylee me ha permitido ver, sentir, la bondad de la gente”, afirmó su madre, Marla, al mismo medio.
El impacto de la progeria no se limita a la esfera personal. Sam Berns, otro joven estadounidense que vivió con la enfermedad, se convirtió en referente tras protagonizar un documental y ofrecer una charla TEDx vista por millones. Su mensaje, centrado en la importancia de rodearse de buenas personas y disfrutar cada momento, tuvo eco en la comunidad internacional. En Italia, Sammy Basso, quien llegó a los 28 años, fundó una organización para apoyar la investigación y participó activamente en la divulgación científica. “La progeria ha tenido mucho tiempo para destrozar mi cuerpo”, confesó Basso a The New Yorker, poco antes de su fallecimiento.
El avance en la comprensión de la progeria ha sido posible gracias al esfuerzo conjunto de familias, médicos y científicos. Tras el diagnóstico de su hijo Sam, Leslie Gordon y Scott Berns crearon la Fundación para la Investigación de la Progeria, que ha impulsado la conformación de registros internacionales de pacientes y la colaboración entre expertos de diversas disciplinas. Un hito clave se produjo en 2002, cuando el equipo liderado por Francis Collins, entonces director del Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano, identificó la mutación responsable de la enfermedad. “Este descubrimiento arroja luz sobre el proceso normal de envejecimiento”, declaró Collins en una conferencia de prensa recogida por el mencionado medio estadounidense.
En el ámbito terapéutico, el desarrollo de lonafarnib marcó un antes y un después. Este medicamento, originalmente investigado como tratamiento oncológico, demostró ralentizar la progresión de la progeria y prolongar la vida de los pacientes en más de dos años, según datos de la Fundación para la Investigación de la Progeria y la Mayo Clinic. Kaylee Halko participó en los primeros ensayos clínicos y, desde entonces, ha seguido un régimen que incluye varios fármacos para controlar complicaciones como la diabetes, la hipertensión y los problemas articulares. Además, terapias de apoyo como la fisioterapia, la nutrición especializada y el seguimiento cardiovascular forman parte del abordaje integral recomendado por la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos.
La investigación continúa. En los últimos años, el equipo de Bum-Joon Park identificó una molécula, la progerinina, capaz de reducir la concentración de la proteína tóxica en modelos animales. Los ensayos clínicos de fase II, en los que Kaylee participa actualmente, buscan evaluar la eficacia de este nuevo fármaco en pacientes humanos. “Solo espero que me ayude a beneficiarme de la terapia génica”, expresó Kaylee en diálogo con The New Yorker, al reflejar la expectativa que genera cada avance.

La frontera más prometedora se encuentra en la edición genética. David R. Liu, profesor de Harvard y del Instituto Broad, ha desarrollado técnicas que permiten corregir la mutación causante de la progeria directamente en el ADN. En experimentos con ratones, la terapia logró reducir en un 90% la presencia de progerina en algunos tejidos y triplicar la esperanza de vida de los animales tratados. “Funcionó mejor de lo que podríamos haber soñado”, aseguró Liu a The New Yorker. El equipo, que incluye a Francis Collins y Leslie Gordon, planea solicitar la autorización para iniciar ensayos clínicos en humanos, aunque reconocen los riesgos asociados a la edición genética in vivo y la necesidad de extremar las precauciones.
Más allá de los laboratorios, la progeria ha impulsado la creación de una comunidad global de apoyo. La Fundación para la Investigación de la Progeria organiza encuentros virtuales y presenciales, facilitando el intercambio de experiencias entre pacientes y familias. Kaylee, junto a otros jóvenes, formó parte de un grupo de amigos que compartían los desafíos de la enfermedad y la importancia de la compañía mutua. La visibilidad en redes sociales y la labor de organizaciones han contribuido a transformar el estigma en orgullo y a promover la tolerancia.
Las historias de Kaylee, Sam y Sammy Basso muestran que, ante una realidad inalterable, la respuesta humana puede ser la solidaridad y la determinación de aprovechar cada día. La progeria, con su carga de sufrimiento y aprendizaje, recuerda el valor de cada momento vivido.